lunes, 25 de agosto de 2008

Diario de un loco - Lu Sin

Lu Sin


Dos hermanos, cuyos nombres me callaré, fueron mis amigos íntimos en el liceo, pero después de una larga separación, perdí sus huellas. No hace mucho supe que uno de ellos estaba gravemente enfermo y, como iba en viaje hacia mi aldea natal, decidí hacer un rodeo para ir a verlo. Sólo encontré en casa al primogénito, quien me dijo que era su hermano menor el que había estado mal.

-Le estoy muy agradecido de que haya venido a visitarlo -dijo-. Pero ya está sano desde hace algún tiempo y se marchó a otra provincia, donde ocupa un puesto oficial.

Buscó dos cuadernos que contenían el diario de su hermano y me lo mostró riendo. Me dijo que a través de ellos era posible darse cuenta de los síntomas que había presentado su enfermedad, y que él creía que no había ningún mal en que los viera un amigo. Me llevé el diario y al leerlo comprendí que mi amigo había estado atacado de "delirio de persecución". El escrito, incoherente y confuso, contenía relatos extravagantes. Además, no aparecía en él fecha alguna y sólo por el color de la tinta y las diferencias de la letra se podía comprender que había sido redactado en diferentes sesiones. Copié parte de algunos pasajes no demasiado incoherentes, pensando que podrían servir como elementos para trabajos de investigación médica. No he cambiado una palabra a este diario, salvo el nombre de los personajes, aunque se trate de campesinos completamente ignorados del mundo. En cuanto al título, conservo intacto el que su autor le dio después de su curación.

2 de abril de 1918


I

Esta noche hay luna muy hermosa.

Hacía más de treinta años que no la veía, de modo que me siento extraordinariamente feliz. Ahora comprendo que he pasado estos treinta últimos años en medio de la niebla. Sin embargo, debo tener cuidado: de otra manera, ¿por qué el perro de la familia Chao me iba a mirar dos veces?

Tengo mis razones para temer.

II

Esta noche no hay luna. Yo sé que esto va mal.

Esta mañana, cuando me arriesgué a salir con precauciones, Chao Güi-weng me miró con un fulgor extraño en los ojos: se habría dicho que me temía o que tenía deseos de matarme. Había además siete u ocho personas que hablaban de mí en voz baja, con las cabezas muy juntas: tenían miedo de que las viera. La más feroz de todas mostró los dientes al reírse mientras me miraba, lo que me hizo estremecerme de pies a cabeza, porque ahora sé que sus maquinaciones están a punto.

No obstante, continué mi camino sin miedo. Ante mí había un grupo de niños que discutían también sobre mi persona; sus miradas tenían el mismo fulgor que la de Chao Güi-weng y en sus rostros había la misma palidez de acero. Me pregunté qué clase de odio podían tener los niños contra mí para obrar también de esta manera. No pudiendo contenerme, grité: "¡Díganmelo!", pero ellos huyeron.

He reflexionado. ¿Qué razones tienen Chao Güi-weng y los hombres de la calle para detestarme? Hace veinte años di un pisotón por error en un viejo libro de cuentas del señor Gu Chiu1, lo que le produjo gran contrariedad. Aunque Chao Güi-weng no conoce al señor Gu, ha debido oír hablar de este asunto y quiere sacar la cara por él; por ello se ha puesto de acuerdo contra mí con los hombres de la calle. Pero ¿por qué los niños? Cuando ocurrió este incidente ni siquiera habían nacido; entonces, ¿por qué me han mirado con ese aire extraño que revelaba miedo o deseos de matar? Todo esto me espanta, me intriga y me desconsuela.

¡Ahora comprendo! Han sabido el asunto por sus padres.

III

En la noche no consigo dormir. Para comprender las cosas, es preciso reflexionar sobre ellas.

Estos hombres han sido engrillados por el magistrado, abofeteados por el señor del lugar, han visto a sus mujeres apresadas por los alguaciles de la Corte de Justicia y a sus padres y madres suicidarse para escapar a los acreedores..., pero nunca mostraron rostros tan espantosos, tan feroces como los que les vi ayer.

Lo más extraño de todo fue esa mujer que le pegaba a su hijo en plena calle, gritándole: "¡Muchacho cochino! ¡Debería comerte unos cuantos pedazos para que se me pasara la rabia!" Al decir esto me miraba a mí. Me sobresalté, incapaz de dominar mi emoción, mientras la banda de rostros lívidos y colmillos aguzados estallaba en risas. El viejo Chen llegó de prisa y me condujo por la fuerza a la casa.

En casa, los miembros de la familia fingieron no reconocerme; sus miradas eran semejantes a las de la gente de la calle. Entré en el escritorio y ellos echaron el cerrojo, igual que cuando se encierra en el gallinero a una gallina o un pato. Este incidente es aun más inexplicable; verdaderamente no sé lo que pretenden.

Hace algunos días, uno de nuestros arrendatarios de la aldea de los Lobos, al venir a informar sobre la sequía que reina en el campo, contó a mi hermano mayor que los campesinos habían dado muerte a un conocido malhechor del lugar. Luego algunos hombres le arrancaron el corazón y el hígado, los frieron y se los comieron, para criar valor. Los interrumpí con una palabra y mi hermano y el labrador me lanzaron muchas miradas raras. Hoy comprendo que sus miradas eran absolutamente iguales a las de los hombres de la calle.

Sólo de pensar en ello me estremezco de la cabeza a los pies.

Si comen hombres, ¿por qué no habrían de comerme a mí?

Evidentemente esa mujer que "quería comerse unos cuantos pedazos", la risa del grupo de hombres lívidos con colmillos aguzados, y la historia del arrendatario, son índices secretos. Sus palabras están envenenadas, sus risas cortan como espadas y sus dientes son hileras de resplandeciente blancura; sí, son dientes de comedores de hombres.

Yo no creo ser un mal sujeto, pero desde que me metí con el libro de cuentas de la familia Gu, no estoy seguro de nada. Se diría que guardan algún secreto que yo no acierto a adivinar. Por otra parte, cuando están contra alguien, no tienen dificultad en declararlo malo. Recuerdo que cuando mi hermano me enseñaba a disertar, por más perfecto que fuera el hombre sobre el cual tenía yo que hablar, bastaba que expusiera algún argumento contra él para ganar un "bien"; y cuando era capaz de encontrar excusas para un hombre malo, mi hermano decía: "Además de originalidad, tienes un verdadero talento de litigante". Entonces, ¿cómo puedo saber lo que piensan, sobre todo en el momento en que se proponen devorar al hombre?

Para comprender las cosas es preciso reflexionar sobre ellas. Creo que en la antigüedad era frecuente que el hombre se comiera al hombre, pero no estoy muy seguro de esta cuestión. He cogido un manual de historia para estudiar este punto, pero el libro no contenía fecha alguna; en cambio, en todas las páginas, escritas en todos sentidos, estaban las palabras "Humanitarismo", "Justicia" y "Virtud". Como de todas maneras me era imposible dormir, me puse a leer atentamente y en medio de la noche noté que había algo escrito entre líneas: dos palabras llenaban todo el libro: ¡"devorar hombres"!

Los tipos del libro, las palabras de nuestros arrendatarios, todos, sonreían fríamente, mirándome de un modo extraño. ¡Yo también soy un hombre y quieren devorarme!

IV

Esta mañana pasé un buen rato sentado tranquilamente. El viejo Chen me trajo mi comida: un plato de legumbres y otro de pescado cocido al vapor. Los ojos del pescado eran blancos y duros; tenía la boca entreabierta, igual que esa banda de comedores de hombres. Después de probar algunos bocados de esa carne viscosa, no sabía ya si estaba comiendo pescado o carne humana, de suerte que vomité con asco.

Dije:

-Mi viejo Chen, anda a decirle a mi hermano que me ahogo aquí y que quisiera salir a pasear por el jardín.

El viejo Chen se alejó sin responder, pero un poco después volvió a abrirme la puerta.

No me moví, preguntándome qué iban a hacer, porque sabía muy bien que no iban a dejarme libre. Efectivamente, mi hermano se acercaba con un viejo que caminaba a pasos lentos. Ese hombre tenía una mirada terrible, pero como temía que yo me diera cuenta, bajaba la cabeza hacia el suelo y me miraba a hurtadillas, por encima de sus anteojos.

-Tienes un aspecto magnífico -me dijo mi hermano.

-Sí -respondí.

-Le he pedido al señor Jo que viniera a examinarte -siguió diciendo.

Respondí:

-¡Que lo haga! -¡pero yo sabía muy bien que ese viejo no era otro que el verdugo disfrazado!

So pretexto de tomarme el pulso quería calcular mi grado de corpulencia y seguramente iban a darle un pedazo de mi carne en pago de sus servicios. Yo no tenía miedo; aunque no como carne humana, me creo más valiente que esos caníbales. Tendí ambos puños y esperé lo que iba a seguir. El viejo se sentó, cerró los ojos, me tomó largamente el pulso, permaneció un instante silencioso y luego, abriendo los ojos diabólicos, dijo:

-No se deje llevar por su imaginación. Algunos días de tranquilidad y reposo y se repondrá.

¡No dejarse llevar por la imaginación! ¡Tranquilidad y reposo! Evidentemente, cuando yo estuviera bien cebado, tendrían más que comer. Pero ¿qué ganaría yo? ¿Era eso lo que iba a "reponerme"? A esos caníbales les gusta comer hombres, pero obran en secreto, tratando de salvar las apariencias, y no se atreven a actuar directamente. ¡Es para morirse de la risa! No pudiendo aguantarme, me eché a reír a carcajadas, porque eso me divertía una enormidad. Yo sé que en mi risa vibraban el valor y la justicia. El viejo y mi hermano palidecieron, aplastados por el valor y la justicia de que yo hacía gala.

Pero justamente porque soy valiente, tendrán aun más ganas de devorarme, para adquirir parte de mi coraje. El viejo dejó mi habitación y apenas se habían alejado un poco, dijo a mi hermano en voz baja: "Engullirlo en seguida". Mi hermano bajó la cabeza en señal de asentimiento. ¡Tú estás también en esto! Este extraordinario descubrimiento, aunque imprevisto, no me asombró, sin embargo, excesivamente: ¡mi hermano formaba parte de la banda de caníbales que quería devorarme!

¡Mi hermano es un comedor de hombres!

¡Soy hermano de un comedor de hombres!

¡Podré ser devorado por los hombres, pero no por eso dejo de ser hermano de un comedor de hombres!


V


Estos días he vuelto a mis reflexiones. Aunque ese viejo no fuera el verdugo disfrazado, aun fuera verdaderamente un médico, no es por eso menos un comedor de hombres. En el libro sobre las virtudes de las hierbas, escrito por uno de sus predecesores, Li Shi-cheng, ¿no dice acaso con todas sus letras que la carne humana puede comerse frita? Entonces, ¿cómo podría rechazar el título de caníbal?

En cuanto a mi hermano, también tengo mis razones para acusarlo. Cuando me enseñaba los clásicos, yo lo oí decir con sus propios labios: "Cambiaban sus hijos para comérselos". Otra vez que se trataba de un hombre muy malo, dijo que merecía no sólo ser muerto, sino aun que "se comieran su carne y se acostaran sobre su piel". Yo era pequeño en esa época y al oír tal cosa mi corazón se puso a saltar muy fuerte durante largo rato. Cuando anteayer el arrendatario de la aldea de los lobos le contó que el corazón y el hígado de un hombre habían sido comidos, mi hermano no manifestó ningún asombro, limitándose a aprobar con la cabeza. Está claro que sus sentimientos no han cambiado. Si se admite que es posible "cambiar sus hijos para comérselos", ¿qué es lo que no se podría cambiar entonces? ¿Y qué es lo que no se podría comer? Antes me había limitado a escuchar esas explicaciones sin tratar de profundizarlas, pero ahora sé que cuando me daba sus lecciones, en el borde de sus labios brillaba grasa humana y que su corazón estaba lleno de sueños caníbales.

VI

Todo está negro, no sé si es de día o de noche. De nuevo el perro de la familia Chao se ha puesto a ladrar.

Tiene la ferocidad del león, la cobardía de la liebre, la astucia del zorro...

VII

Conozco sus maniobras: no quieren ni se atreven a matarme directamente por temor a las consecuencias; por ello se las arreglan para tenderme lazos y llevarme al suicidio. A juzgar por la actitud de los hombres y mujeres de la calle el otro día, y la de mi hermano estos últimos días, la cosa es poco más o menos segura: quieren que me saque el cinturón, lo amarre a un poste y me cuelgue. Nadie los llamará asesinos y, sin embargo, verán colmados sus deseos secretos; esto los llenará de contento y les provocará una especie de risa plañidera. O bien, me dejarán morir de miedo y tristeza, y aunque este sistema hace enflaquecer, de todos modos mi muerte los dejará satisfechos.

¡Sólo comen carne muerta! He leído en algún sitio que existe una fiera de mirada horrible y aspecto espantoso llamada "hiena". Esta bestia come carne muerta y es capaz de triturar los huesos más grandes, que se engulle después de molerlos minuciosamente. ¡De sólo pensar en esto da terror! La hiena está emparentada con el lobo, el lobo es de la familia de los perros. El hecho de que el perro de la familia Chao me haya mirado muchas veces anteayer, demuestra que han conseguido ponerlo de acuerdo con ellos y que forma parte del complot. En vano ese viejo baja su mirada hacia el suelo, yo no me dejo embaucar.

Lo más lastimoso es mi hermano. El también es un hombre; ¿no tiene miedo tal vez? ¿Por qué se ha unido a los que intentan devorarme? ¿Acaso porque esto se ha hecho siempre, encuentra que no hay ningún mal en ello? ¿O pone oídos sordos a su conciencia y hace deliberadamente algo que sabe que es malo?

Será el primero de los comedores de hombres a quienes maldeciré; será también el primero de los hombres a quienes trataré de curar del canibalismo.

VIII

En el fondo, deberían saber esto desde hace tiempo...

De pronto entró un hombre. Tenía unos veinte años y una cara muy sonriente, cuyos rasgos no distinguí bien. Me saludó con la cabeza y vi que su sonrisa tenía un aire falso. Le pregunté:

-¿Es justo comer hombres?

Siempre sonriendo, respondió:

-¿Por qué comer hombres, cuando no se tiene hambre?

Comprendí de inmediato que formaba parte del clan de los que aman la carne humana. Esto azuzó mi coraje e insistí neto:

-¿Es justo?

-¡Para qué hacer tales preguntas! Verdaderamente... a usted le gusta bromear... ¡Está muy hermosa la noche!

Estaba muy hermosa la noche, la luna estaba muy brillante, pero yo le pregunté:

-¿Es justo?

Tomó un aire de desaprobación y, sin embargo, respondió con voz no muy clara:

-No...

-¿No? Entonces, ¿por qué los comen?

-Eso no puede ser...

-¿No puede ser? Bueno, ¿acaso no los comen en la aldea de los Lobos? Además, está escrito en todas partes en los libros, ¡es claro como el día!

Su faz cambió de color, poniéndose pálido como un muerto. Con los ojos fuera de las órbitas, dijo:

-Tal vez tenga usted razón, esto se ha hecho siempre...

-¿Es por ello justo?

-No quiero discutir ese tema con usted. ¡Usted no debería hablar de esto, no tiene razón para hacerlo!

Di un salto, con ambos ojos muy abiertos, pero el hombre había desaparecido y yo estaba completamente mojado con el sudor. Este hombre es mucho más joven que mi hermano y ya forma parte de su clan. Seguramente se debe a la educación de sus padres. Quizás ha enseñado ya esto a su hijo. Por lo cual hasta los niños pequeños me miran con odio.

IX

Quieren devorar a los otros y temen ser devorados a su vez; por esto se estudian recíprocamente con miradas cargadas de sospechas...

Si abandonaran estos pensamientos se sentirían a sus anchas en el trabajo, en el paseo, en la comida, en el sueño. Para franquear este obstáculo sólo hay que dar un paso: pero el padre y el hijo, el hermano y el hermano, el marido y la mujer, el amigo y el amigo, el profesor y el estudiante, el enemigo y el enemigo, y hasta los desconocidos, forman un clan, se aconsejan y se retienen mutuamente para que a ningún precio alguien dé este paso.

X

Temprano en la mañana fui en busca de mi hermano, que miraba el cielo desde la puerta del salón. Llegué por detrás, me situé en el alféizar de la puerta y le dije con mucha calma y cortesía:

-Hermano, tengo algo que decirte.

Se volvió rápidamente y asintió con un movimiento de cabeza.

-Habla.

-Se trata sólo de algunas palabras, pero no sé cómo expresarlas. Hermano, es probable que en los tiempos primitivos los salvajes hayan sido en general algo caníbales. Al evolucionar sus sentimientos, algunos dejaron de devorar hombres, pugnaban por progresar y se convirtieron en hombres, en verdaderos hombres. Sin embargo, aún quedan devoradores de hombres... Es como entre los insectos; algunos han evolucionado, se han transformado en peces, pájaros, monos y finalmente en hombres. Ciertos insectos no han querido progresar y hasta hoy continúan en estado de insectos. ¡Qué vergüenza para un caníbal si se compara con el hombre que no come a sus semejantes! Su vergüenza debe ser muchísimo peor que la del insecto frente al mono.

"Yi Ya2 cocinó a su hijo para dar de comer a los tiranos Chie y Chou; este hecho pertenece a la historia antigua. ¿Quién habría dicho que después de la separación del cielo y la tierra por Pan Gu3, los hombres se iban a devorar entre ellos hasta el hijo de Yi Ya, y que desde el hijo de Yi Ya hasta Sü Si-ling4 y desde Sü Si-ling hasta el malhechor arrestado en la aldea de los Lobos el hombre se comería al hombre? El año pasado, cuando se ejecutaba a los criminales en la ciudad, había un tuberculoso que iba a mojar el pan en su sangre, para lamerla5.

"Quieren comerme, y por cierto que solo no puedes nada contra ellos. Pero ¿por qué unirte a ellos? Los devoradores de hombres son capaces de todo. Si son capaces de comerme, también serán capaces de comerte. Hasta los miembros de un mismo clan se devoran entre sí. Pero basta con dar un paso, basta con querer dejar esta costumbre y todo el mundo quedará en paz. Aunque este estado de cosas dura desde siempre, tú y yo podríamos empezar desde hoy a ser buenos y decir: 'Esto no es posible'. Yo creo que tú dirás que no es posible, hermano, puesto que anteayer cuando nuestro arrendatario te pidió que le rebajaras el alquiler, tú le respondiste que no era posible."

Al comienzo sonreía con frialdad, luego pasó por sus ojos un resplandor feroz y cuando puse al desnudo sus pensamientos secretos, su rostro se tornó lívido. En el exterior de la puerta que daba a la calle había un verdadero grupo; Chao Güi-weng se hallaba allí con su perro y todos estiraban el cuello para ver mejor. Yo no alcanzaba a distinguir los semblantes de algunos, pues se hubiera dicho que estaban velados; los otros tenían siempre el mismo tinte lívido y esos colmillos agudos y esos labios con una sonrisa afectada. Comprendí que pertenecían todos al mismo clan, que todos eran devoradores de hombres. Sin embargo, yo sabía también que existían sentimientos muy diferentes. Algunos pensaban que el hombre debe devorar al hombre porque así se ha hecho siempre. Otros sabían que el hombre no debe devorar al hombre, pero de todos modos lo hacían, temerosos de que sus crímenes fueran denunciados; por eso al oírme se llenaron de cólera, pero se limitaron a apretar los labios esbozando una sonrisa cínica.

En ese instante mi hermano adoptó un aspecto terrible y gritó con voz fuerte:

-¡Salgan todos! ¡Para qué mirar a un loco!

Muy pronto comprendí su nuevo juego. No solamente se negaban a convertirse, sino que estaban preparados de antemano para abrumarme con el epíteto de loco. De este modo, cuando me comieran, no sólo no tendrían disgustos, sino que aun les quedarían agradecidos. El arrendatario nos dijo que el hombre devorado por los campesinos era un mal hombre; es exactamente el mismo sistema. ¡Siempre el mismo estribillo!

El viejo Chen entró también, muy encolerizado; pero ¿quién podría cerrarme la boca? Tengo absoluta necesidad de hablar a esos hombres.

-¡Conviértanse, conviértanse desde el fondo del corazón! ¡Sepan que en el futuro no se permitirá vivir sobre la tierra a los devoradores de nombres! Si no se convierten, todos ustedes serán devorados también. ¡Por más numerosos que sean sus hijos, serán exterminados por los verdaderos hombres, como los lobos son exterminados por los cazadores, como se extermina a los insectos!

El viejo Chen hizo salir a todo el mundo y luego me rogó que volviera a mi habitación. Mi hermano había desaparecido no sé dónde. El interior del cuarto estaba completamente negro. Las vigas y maderas se pusieron a temblar sobre mi cabeza; luego al cabo de un instante crecieron y se amontonaron sobre mí.

Pesaban mucho, yo no podía moverme. Querían matarme, pero yo sabía que ese peso era ficticio. Me debatí, pues, y me liberé, el cuerpo cubierto de sudor. Sin embargo, deliberadamente repetí:

-¡Conviértanse en seguida! ¡Conviértanse desde el fondo del corazón! ¡Sepan que en el futuro no se permitirá que sobrevivan los devoradores de hombres!...
XI

El sol no aparece más, la puerta sólo se abre dos veces al día, cuando me traen mis comidas.

Mientras tomaba los palillos, volví a pensar en mi hermano mayor; ahora yo sé que fue él el causante de la muerte de mi hermana pequeña. Tenía cinco años y era tan linda que enternecía. Veo de nuevo a nuestra madre sollozando sin cesar y a mi hermano consolándola. Tal vez sentía arrepentimiento porque era él quien se la había comido. Si es todavía capaz de experimentar ese sentimiento.

Nuestra hermana ha sido devorada por mi hermano; no sé si mi madre llegó a darse cuenta de ello.

Pienso que mi madre lo sabía; si en medio de sus lágrimas no dijo nada, probablemente fue porque lo encontraba muy natural. Recuerdo que un día que me hallaba tomando el fresco ante la puerta del salón -en esa época tendría unos cuatro o cinco años- mi hermano me dijo que un hijo debe estar dispuesto a cortar un trozo de carne de su cuerpo, echarlo a cocer y ofrecerlo a sus padres si éstos caen enfermos, pues es así como obra un hombre honesto. Mi madre no protestó. Si es posible comer un trozo de carne humana, evidentemente es posible comerse a un hombre entero. No obstante, cuando vuelvo a pensar en sus sollozos de entonces, no puedo evitar que el corazón se me apriete. Qué extraña cosa...

XII

Ya no puedo pensar más en ello.

Solamente hoy me doy cuenta de que he vivido años en medio de un pueblo que desde hace cuatro milenios se devora a sí mismo. Nuestra hermanita murió justamente en el momento en que mi hermano se hacía cargo de la familia. ¿No habrá mezclado su carne con nuestros alimentos para que la comiéramos sin saber que lo hacíamos?

¿Acaso sin quererlo he comido carne de mi hermana? Y ahora me llega el turno...

Si tengo una historia que cuenta cuatro mil años de canibalismo -al principio no me daba cuenta de ello pero ahora lo sé-, ¡cómo podría esperar encontrar a un hombre verdadero!

XIII

Tal vez existan niños que aún no han comido carne de hombre.

¡Salven a los niños!...


FIN
Abril de 1918


1. Gu Chiu significa antigüedad. Aquí el autor alude a la larga historia de la opresión feudal en China. (N. de los T.)

2. Cocinero célebre en la Antigüedad por haber matado a su hijo para servirlo como manjar a un tirano. (N. de los T.)

3. El primer hombre, de quien se dice separó el cielo de la tierra. (N. de los T.)

4. Revolucionario que, hacia fines de la dinastía Ching, asesinó al gobernador de Anjui. Fue cortado en pedazos y su corazón y su hígado ofrecidos en holocausto al hombre que lo mató. (N. de los T.)

5. Se trata de una superstición antigua existente en el pueblo: dice que la sangre humana es capaz de curar la tisis; por esa razón se solían comprar a los verdugos panes mojados en sangre cuando éstos ejecutaban a un condenado. (N. de los T.)

jueves, 26 de junio de 2008

Un artista del hambre - Franz Kafka

Franz Kafka por Andy Warhol


En los últimos decenios, el interés por los ayunadores ha disminuido muchísimo. Antes era un buen negocio organizar grandes exhibiciones de este género como espectáculo independiente, cosa que hoy, en cambio, es imposible del todo. Eran otros los tiempos. Entonces, toda la ciudad se ocupaba del ayunador; aumentaba su interés a cada día de ayuno; todos querían verlo siquiera una vez al día; en los últimos del ayuno no faltaba quien se estuviera días enteros sentado ante la pequeña jaula del ayunador; había, además, exhibiciones nocturnas, cuyo efecto era realzado por medio de antorchas; en los días buenos, se sacaba la jaula al aire libre, y era entonces cuando les mostraban el ayunador a los niños. Para los adultos aquello solía no ser más que una broma, en la que tomaban parte medio por moda; pero los niños, cogidos de las manos por prudencia, miraban asombrados y boquiabiertos a aquel hombre pálido, con camiseta oscura, de costillas salientes, que, desdeñando un asiento, permanecía tendido en la paja esparcida por el suelo, y saludaba, a veces, cortésmente o respondía con forzada sonrisa a las preguntas que se le dirigían o sacaba, quizá, un brazo por entre los hierros para hacer notar su delgadez, y volvía después a sumirse en su propio interior, sin preocuparse de nadie ni de nada, ni siquiera de la marcha del reloj, para él tan importante, única pieza de mobiliario que se veía en su jaula. Entonces se quedaba mirando al vacío, delante de sí, con ojos semicerrados, y sólo de cuando en cuando bebía en un diminuto vaso un sorbito de agua para humedecerse los labios.

Aparte de los espectadores que sin cesar se renovaban, había allí vigilantes permanentes, designados por el público (los cuales, y no deja de ser curioso, solían ser carniceros); siempre debían estar tres al mismo tiempo, y tenían la misión de observar día y noche al ayunador para evitar que, por cualquier recóndito método, pudiera tomar alimento. Pero esto era sólo una formalidad introducida para tranquilidad de las masas, pues los iniciados sabían muy bien que el ayunador, durante el tiempo del ayuno, en ninguna circunstancia, ni aun a la fuerza, tomaría la más mínima porción de alimento; el honor de su profesión se lo prohibía.

A la verdad, no todos los vigilantes eran capaces de comprender tal cosa; muchas veces había grupos de vigilantes nocturnos que ejercían su vigilancia muy débilmente, se juntaban adrede en cualquier rincón y allí se sumían en los lances de un juego de cartas con la manifiesta intención de otorgar al ayunador un pequeño respiro, durante el cual, a su modo de ver, podría sacar secretas provisiones, no se sabía de dónde. Nada atormentaba tanto al ayunador como tales vigilantes; lo atribulaban; le hacían espantosamente difícil su ayuno. A veces, sobreponíase a su debilidad y cantaba durante todo el tiempo que duraba aquella guardia, mientras le quedase aliento, para mostrar a aquellas gentes la injusticia de sus sospechas. Pero de poco le servía, porque entonces se admiraban de su habilidad que hasta le permitía comer mientras cantaba.

Muy preferibles eran, para él, los vigilantes que se pegaban a las rejas, y que, no contentándose con la turbia iluminación nocturna de la sala, le lanzaban a cada momento el rayo de las lámparas eléctricas de bolsillo que ponía a su disposición el empresario. La luz cruda no lo molestaba; en general no llegaba a dormir, pero quedar traspuesto un poco podía hacerlo con cualquier luz, a cualquier hora y hasta con la sala llena de una estrepitosa muchedumbre. Estaba siempre dispuesto a pasar toda la noche en vela con tales vigilantes; estaba dispuesto a bromear con ellos, a contarles historias de su vida vagabunda y a oír, en cambio, las suyas, sólo para mantenerse despierto, para poder mostrarles de nuevo que no tenía en la jaula nada comestible y que soportaba el hambre como no podría hacerlo ninguno de ellos. Pero cuando se sentía más dichoso era al llegar la mañana, y por su cuenta les era servido a los vigilantes un abundante desayuno, sobre el cual se arrojaban con el apetito de hombres robustos que han pasado una noche de trabajosa vigilia. Cierto que no faltaban gentes que quisieran ver en este desayuno un grosero soborno de los vigilantes, pero la cosa seguía haciéndose, y si se les preguntaba si querían tomar a su cargo, sin desayuno, la guardia nocturna, no renunciaban a él, pero conservaban siempre sus sospechas.

Pero éstas pertenecían ya a las sospechas inherentes a la profesión del ayunador. Nadie estaba en situación de poder pasar, ininterrumpidamente, días y noches como vigilante junto al ayunador; nadie, por tanto, podía saber por experiencia propia si realmente había ayunado sin interrupción y sin falta; sólo el ayunador podía saberlo, ya que él era, al mismo tiempo, un espectador de su hambre completamente satisfecho. Aunque, por otro motivo, tampoco lo estaba nunca. Acaso no era el ayuno la causa de su enflaquecimiento, tan atroz que muchos, con gran pena suya, tenían que abstenerse de frecuentar las exhibiciones por no poder sufrir su vista; tal vez su esquelética delgadez procedía de su descontento consigo mismo. Sólo él sabía -sólo él y ninguno de sus adeptos- qué fácil cosa era el suyo. Era la cosa más fácil del mundo. Verdad que no lo ocultaba, pero no le creían; en el caso más favorable, lo tomaban por modesto, pero, en general, lo juzgaban un reclamista, o un vil farsante para quien el ayuno era cosa fácil porque sabía la manera de hacerlo fácil y que tenía, además, el cinismo de dejarlo entrever. Había de aguantar todo esto, y, en el curso de los años, ya se había acostumbrado a ello; pero, en su interior, siempre le recomía este descontento y ni una sola vez, al fin de su ayuno -esta justicia había que hacérsela-, había abandonado su jaula voluntariamente.

El empresario había fijado cuarenta días como el plazo máximo de ayuno, más allá del cual no le permitía ayunar ni siquiera en las capitales de primer orden. Y no dejaba de tener sus buenas razones para ello. Según le había enseñado su experiencia, durante cuarenta días, valiéndose de toda suerte de anuncios que fueran concentrando el interés, podía quizá aguijonearse progresivamente la curiosidad de un pueblo; mas pasado este plazo, el público se negaba a visitarle, disminuía el crédito de que gozaba el artista del hambre. Claro que en este punto podían observarse pequeñas diferencias según las ciudades y las naciones; pero, por regla general, los cuarenta días eran el período de ayuno más dilatado posible. Por esta razón, a los cuarenta días era abierta la puerta de la jaula, ornada con una guirnalda de flores; un público entusiasmado llenaba el anfiteatro; sonaban los acordes de una banda militar, dos médicos entraban en la jaula para medir al ayunador, según normas científicas, y el resultado de la medición se anunciaba a la sala por medio de un altavoz; por último, dos señoritas, felices de haber sido elegidas para desempeñar aquel papel mediante sorteo, llegaban a la jaula y pretendían sacar de ella al ayunador y hacerle bajar un par de peldaños para conducirle ante una mesilla en la que estaba servida una comidita de enfermo cuidadosamente escogida. Y en este momento, el ayunador siempre se resistía.

Cierto que colocaba voluntariamente sus huesudos brazos en las manos que las dos damas, inclinadas sobre él, le tendían dispuestas a auxiliarle, pero no quería levantarse. ¿Por qué suspender el ayuno precisamente entonces, a los cuarenta días? Podía resistir aún mucho tiempo más, un tiempo ilimitado; ¿por qué cesar entonces, cuando estaba en lo mejor del ayuno? ¿Por qué arrebatarle la gloria de seguir ayunando, y no sólo la de llegar a ser el mayor ayunador de todos los tiempos, cosa que probablemente ya lo era, sino también la de sobrepujarse a sí mismo hasta lo inconcebible, pues no sentía límite alguno a su capacidad de ayunar? ¿Por qué aquella gente que fingía admirarlo tenía tan poca paciencia con él? Si aún podía seguir ayunando, ¿por qué no querían permitírselo? Además, estaba cansado, se hallaba muy a gusto tendido en la paja, y ahora tenía que ponerse en pie cuan largo era, y acercarse a una comida, cuando con sólo pensar en ella sentía náuseas que contenía difícilmente por respeto a las damas. Y alzaba la vista para mirar los ojos de las señoritas, en apariencia tan amables, en realidad tan crueles, y movía después negativamente, sobre su débil cuello, la cabeza, que le pesaba como si fuese de plomo. Pero entonces ocurría lo de siempre; ocurría que se acercaba el empresario silenciosamente -con la música no se podía hablar-, alzaba los brazos sobre el ayunador, como si invitara al cielo a contemplar el estado en que se encontraba, sobre el montón de paja, aquel mártir digno de compasión, cosa que el pobre hombre, aunque en otro sentido, lo era; agarraba al ayunador por la sutil cintura, tomando al hacerlo exageradas precauciones, como si quisiera hacer creer que tenía entre las manos algo tan quebradizo como el vidrio; y, no sin darle una disimulada sacudida, en forma que al ayunador, sin poderlo remediar, se le iban a un lado y otro las piernas y el tronco, se lo entregaba a las damas, que se habían puesto entretanto mortalmente pálidas.

Entonces el ayunador sufría todos sus males: la cabeza le caía sobre el pecho, como si le diera vueltas, y, sin saber cómo, hubiera quedado en aquella postura; el cuerpo estaba como vacío; las piernas, en su afán de mantenerse en pie, apretaban sus rodillas una contra otra; los pies rascaban el suelo como si no fuera el verdadero y buscaran a éste bajo aquél; y todo el peso del cuerpo, por lo demás muy leve, caía sobre una de las damas, la cual, buscando auxilio, con cortado aliento -jamás se hubiera imaginado de este modo aquella misión honorífica-, alargaba todo lo posible su cuello para librar siquiera su rostro del contacto con el ayunador. Pero después, como no lo lograba, y su compañera, más feliz que ella, no venía en su ayuda, sino que se limitaba a llevar entre las suyas, temblorosas, el pequeño haz de huesos de la mano del ayunador, la portadora, en medio de las divertidas carcajadas de toda la sala, rompía a llorar y tenía que ser librada de su carga por un criado, de largo tiempo atrás preparado para ello.

Después venía la comida, en la cual el empresario, en el semisueño del desenjaulado, más parecido a un desmayo que a un sueño, le hacía tragar alguna cosa, en medio de una divertida charla con que apartaba la atención de los espectadores del estado en que se hallaba el ayunador. Después venía un brindis dirigido al público, que el empresario fingía dictado por el ayunador; la orquesta recalcaba todo con un gran trompeteo, marchábase el público y nadie quedaba descontento de lo que había visto, nadie, salvo el ayunador, el artista del hambre; nadie, excepto él.

Vivió así muchos años, cortados por periódicos descansos, respetado por el mundo, en una situación de aparente esplendor; mas, no obstante, casi siempre estaba de un humor melancólico, que se acentuaba cada vez más, ya que no había nadie que supiera tomarlo en serio. ¿ Con qué, además, podrían consolarle? ¿Qué más podía apetecer? Y si alguna vez surgía alguien, de piadoso ánimo, que lo compadecía y quería hacerle comprender que, probablemente, su tristeza procedía del hambre, bien podía ocurrir, sobre todo si estaba ya muy avanzado el ayuno, que el ayunador le respondiera con una explosión de furia, y, con espanto de todos, comenzaba a sacudir como una fiera los hierros de la jaula. Mas para tales cosas tenía el empresario un castigo que le gustaba emplear. Disculpaba al ayunador ante el congregado público; añadía que sólo la irritabilidad provocada por el hambre, irritabilidad incomprensible en hombres bien alimentados, podía hacer disculpable la conducta del ayunador. Después, tratando de este tema, para explicarlo pasaba a rebatir la afirmación del ayunador de que le era posible ayunar mucho más tiempo del que ayunaba; alababa la noble ambición, la buena voluntad, el gran olvido de sí mismo, que claramente se revelaban en esta afirmación; pero en seguida procuraba echarla abajo sólo con mostrar unas fotografías, que eran vendidas al mismo tiempo, pues en el retrato se veía al ayunador en la cama, casi muerto de inanición, a los cuarenta días de su ayuno. Todo esto lo sabía muy bien el ayunador, pero era cada vez más intolerable para él aquella enervante deformación de la verdad. ¡Presentábase allí como causa lo que sólo era consecuencia de la precoz terminación del ayuno! Era imposible luchar contra aquella incomprensión, contra aquel universo de estulticia. Lleno de buena fe, escuchaba ansiosamente desde su reja las palabras del empresario; pero al aparecer las fotografías, soltábase siempre de la reja, y, sollozando, volvía a dejarse caer en la paja. El ya calmado público podía acercarse otra vez a la jaula y examinarlo a su sabor.

Unos años más tarde, si los testigos de tales escenas volvían a acordarse de ellas, notaban que se habían hecho incomprensibles hasta para ellos mismos. Es que mientras tanto se había operado el famoso cambio; sobrevino casi de repente; debía haber razones profundas para ello; pero ¿quién es capaz de hallarlas?

El caso es que cierto día, el tan mimado artista del hambre se vio abandonado por la muchedumbre ansiosa de diversiones, que prefería otros espectáculos. El empresario recorrió otra vez con él media Europa, para ver si en algún sitio hallarían aún el antiguo interés. Todo en vano: como por obra de un pacto, había nacido al mismo tiempo, en todas partes, una repulsión hacia el espectáculo del hambre. Claro que, en realidad, este fenómeno no podía haberse dado así, de repente, y, meditabundos y compungidos, recordaban ahora muchas cosas que en el tiempo de la embriaguez del triunfo no habían considerado suficientemente, presagios no atendidos como merecían serlo. Pero ahora era demasiado tarde para intentar algo en contra. Cierto que era indudable que alguna vez volvería a presentarse la época de los ayunadores; pero para los ahora vivientes, eso no era consuelo. ¿Qué debía hacer, pues, el ayunador? Aquel que había sido aclamado por las multitudes, no podía mostrarse en barracas por las ferias rurales; y para adoptar otro oficio, no sólo era el ayunador demasiado viejo, sino que estaba fanáticamente enamorado del hambre. Por tanto, se despidió del empresario, compañero de una carrera incomparable, y se hizo contratar en un gran circo, sin examinar siquiera las condiciones del contrato.

Un gran circo, con su infinidad de hombres, animales y aparatos que sin cesar se sustituyen y se complementan unos a otros, puede, en cualquier momento, utilizar a cualquier artista, aunque sea a un ayunador, si sus pretensiones son modestas, naturalmente. Además, en este caso especial, no era sólo el mismo ayunador quien era contratado, sino su antiguo y famoso nombre; y ni siquiera se podía decir, dada la singularidad de su arte, que, como al crecer la edad mengua la capacidad, un artista veterano, que ya no está en la cumbre de su poder, trata de refugiarse en un tranquilo puesto de circo; al contrario, el ayunador aseguraba, y era plenamente creíble, que lo mismo podía ayunar entonces que antes, y hasta aseguraba que si lo dejaban hacer su voluntad, cosa que al momento le prometieron, sería aquella la vez en que había de llenar al mundo de justa admiración; afirmación que provocaba una sonrisa en las gentes del oficio, que conocían el espíritu de los tiempos, del cual, en su entusiasmo, habíase olvidado el ayunador.

Mas, allá en su fondo, el ayunador no dejó de hacerse cargo de las circunstancias, y aceptó sin dificultad que no fuera colocada su jaula en el centro de la pista, como número sobresaliente, sino que se la dejara fuera, cerca de las cuadras, sitio, por lo demás, bastante concurrido. Grandes carteles, de colores chillones, rodeaban la jaula y anunciaban lo que había que admirar en ella. En los intermedios del espectáculo, cuando el público se dirigía hacia las cuadras para ver los animales, era casi inevitable que pasaran por delante del ayunador y se detuvieran allí un momento; acaso habrían permanecido más tiempo junto a él si no hicieran imposible una contemplación más larga y tranquila los empujones de los que venían detrás por el estrecho corredor, y que no comprendían que se hiciera aquella parada en el camino de las interesantes cuadras.

Por este motivo, el ayunador temía aquella hora de visitas, que, por otra parte, anhelaba como el objeto de su vida. En los primeros tiempos apenas había tenido paciencia para esperar el momento del intermedio; había contemplado, con entusiasmo, la muchedumbre que se extendía y venia hacia él, hasta que muy pronto -ni la más obstinada y casi consciente voluntad de engañarse a sí mismo se salvaba de aquella experiencia- tuvo que convencerse de que la mayor parte de aquella gente, sin excepción, no traía otro propósito que el de visitar las cuadras. Y siempre era lo mejor el ver aquella masa, así, desde lejos. Porque cuando llegaban junto a su jaula, en seguida lo aturdían los gritos e insultos de los dos partidos que inmediatamente se formaban: el de los que querían verlo cómodamente (y bien pronto llegó a ser este bando el que más apenaba al ayunador, porque se paraban, no porque les interesara lo que tenían ante los ojos, sino por llevar la contraria y fastidiar a los otros) y el de los que sólo apetecían llegar lo antes posible a las cuadras. Una vez que había pasado el gran tropel, venían los rezagados, y también éstos, en vez de quedarse mirándolo cuanto tiempo les apeteciera, pues ya era cosa no impedida por nadie, pasaban de prisa, a paso largo, apenas concediéndole una mirada de reojo, para llegar con tiempo de ver los animales. Y era caso insólito el que viniera un padre de familia con sus hijos, mostrando con el dedo al ayunador y explicando extensamente de qué se trataba, y hablara de tiempos pasados, cuando había estado él en una exhibición análoga, pero incomparablemente más lucida que aquélla; y entonces los niños, que, a causa de su insuficiente preparación escolar y general -¿qué sabían ellos lo que era ayunar?-, seguían sin comprender lo que contemplaban, tenían un brillo en sus inquisidores ojos, en que se traslucían futuros tiempos más piadosos. Quizá estarían un poco mejor las cosas -decíase a veces el ayunador- si el lugar de la exhibición no se hallase tan cerca de las cuadras. Entonces les habría sido más fácil a las gentes elegir lo que prefirieran; aparte de que le molestaban mucho y acababan por deprimir sus fuerzas las emanaciones de las cuadras, la nocturna inquietud de los animales, el paso por delante de su jaula de los sangrientos trozos de carne con que alimentaban a los animales de presa, y los rugidos y gritos de éstos durante su comida. Pero no se atrevía a decirlo a la Dirección, pues, si bien lo pensaba, siempre tenía que agradecer a los animales la muchedumbre de visitantes que pasaban ante él, entre los cuales, de cuando en cuando, bien se podía encontrar alguno que viniera especialmente a verle. Quién sabe en qué rincón lo meterían, si al decir algo les recordaba que aún vivía y les hacía ver, en resumidas cuentas, que no venía a ser más que un estorbo en el camino de las cuadras.

Un pequeño estorbo en todo caso, un estorbo que cada vez se hacía más diminuto. Las gentes se iban acostumbrando a la rara manía de pretender llamar la atención como ayunador en los tiempos actuales, y adquirido este hábito, quedó ya pronunciada la sentencia de muerte del ayunador. Podía ayunar cuanto quisiera, y así lo hacía. Pero nada podía ya salvarle; la gente pasaba por su lado sin verle. ¿Y si intentara explicarle a alguien el arte del ayuno? A quien no lo siente, no es posible hacérselo comprender.

Los más hermosos rótulos llegaron a ponerse sucios e ilegibles, fueron arrancados, y a nadie se le ocurrió renovarlos. La tablilla con el número de los días transcurridos desde que había comenzado el ayuno, que en los primeros tiempos era cuidadosamente mudada todos los días, hacía ya mucho tiempo que era la misma, pues al cabo de algunas semanas este pequeño trabajo habíase hecho desagradable para el personal; y de este modo, cierto que el ayunador continuó ayunando, como siempre había anhelado, y que lo hacía sin molestia, tal como en otro tiempo lo había anunciado; pero nadie contaba ya el tiempo que pasaba; nadie, ni siquiera el mismo ayunador, sabía qué número de días de ayuno llevaba alcanzados, y su corazón sé llenaba de melancolía. Y así, cierta vez, durante aquel tiempo, en que un ocioso se detuvo ante su jaula y se rió del viejo número de días consignado en la tablilla, pareciéndole imposible, y habló de engañifa y de estafa, fue ésta la más estúpida mentira que pudieron inventar la indiferencia y la malicia innata, pues no era el ayunador quien engañaba: él trabajaba honradamente, pero era el mundo quien se engañaba en cuanto a sus merecimientos.

*

Volvieron a pasar muchos días, pero llegó uno en que también aquello tuvo su fin. Cierta vez, un inspector se fijó en la jaula y preguntó a los criados por qué dejaban sin aprovechar aquella jaula tan utilizable que sólo contenía un podrido montón de paja. Todos lo ignoraban, hasta que, por fin, uno, al ver la tablilla del número de días, se acordó del ayunador. Removieron con horcas la paja, y en medio de ella hallaron al ayunador.

-¿Ayunas todavía? -preguntole el inspector-. ¿Cuándo vas a cesar de una vez?

-Perdónenme todos -musitó el ayunador, pero sólo lo comprendió el inspector, que tenía el oído pegado a la reja.

-Sin duda -dijo el inspector, poniéndose el índice en la sien para indicar con ello al personal el estado mental del ayunador-, todos te perdonamos.

-Había deseado toda la vida que admiraran mi resistencia al hambre -dijo el ayunador.

-Y la admiramos -repúsole el inspector.

-Pero no deberían admirarla -dijo el ayunador.

-Bueno, pues entonces no la admiraremos -dijo el inspector-; pero ¿por qué no debemos admirarte?

-Porque me es forzoso ayunar, no puedo evitarlo -dijo el ayunador.

-Eso ya se ve -dijo el inspector-; pero ¿ por qué no puedes evitarlo?

-Porque -dijo el artista del hambre levantando un poco la cabeza y hablando en la misma oreja del inspector para que no se perdieran sus palabras, con labios alargados como si fuera a dar un beso-, porque no pude encontrar comida que me gustara. Si la hubiera encontrado, puedes creerlo, no habría hecho ningún cumplido y me habría hartado como tú y como todos.

Estas fueron sus últimas palabras, pero todavía, en sus ojos quebrados, mostrábase la firme convicción, aunque ya no orgullosa, de que seguiría ayunando.

-¡Limpien aquí! -ordenó el inspector, y enterraron al ayunador junto con la paja. Mas en la jaula pusieron una pantera joven. Era un gran placer, hasta para el más obtuso de sentidos, ver en aquella jaula, tanto tiempo vacía, la hermosa fiera que se revolcaba y daba saltos. Nada le faltaba. La comida que le gustaba traíansela sin largas cavilaciones sus guardianes. Ni siquiera parecía añorar la libertad. Aquel noble cuerpo, provisto de todo lo necesario para desgarrar lo que se le pusiera por delante, parecía llevar consigo la propia libertad; parecía estar escondida en cualquier rincón de su dentadura. Y la alegría de vivir brotaba con tan fuerte ardor de sus fauces, que no les era fácil a los espectadores poder hacerle frente. Pero se sobreponían a su temor, se apretaban contra la jaula y en modo alguno querían apartarse de allí.

¡Diles que no me maten! - Juan Rulfo


-¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles que lo hagan por caridad.

-No puedo. Hay allí un sargento que no quiere oír hablar nada de ti.

-Haz que te oiga. Date tus mañas y dile que para sustos ya ha estado bueno. Dile que lo haga por caridad de Dios.

-No se trata de sustos. Parece que te van a matar de a de veras. Y yo ya no quiero volver allá.

-Anda otra vez. Solamente otra vez, a ver qué consigues.

-No. No tengo ganas de eso, yo soy tu hijo. Y si voy mucho con ellos, acabarán por saber quién soy y les dará por afusilarme a mí también. Es mejor dejar las cosas de este tamaño.

-Anda, Justino. Diles que tengan tantita lástima de mí. Nomás eso diles.

Justino apretó los dientes y movió la cabeza diciendo:

-No.

Y siguió sacudiendo la cabeza durante mucho rato.

Justino se levantó de la pila de piedras en que estaba sentado y caminó hasta la puerta del corral. Luego se dio vuelta para decir:

-Voy, pues. Pero si de perdida me afusilan a mí también, ¿quién cuidará de mi mujer y de los hijos?

-La Providencia, Justino. Ella se encargará de ellos. Ocúpate de ir allá y ver qué cosas haces por mí. Eso es lo que urge.

Lo habían traído de madrugada. Y ahora era ya entrada la mañana y él seguía todavía allí, amarrado a un horcón, esperando. No se podía estar quieto. Había hecho el intento de dormir un rato para apaciguarse, pero el sueño se le había ido. También se le había ido el hambre. No tenía ganas de nada. Sólo de vivir. Ahora que sabía bien a bien que lo iban a matar, le habían entrado unas ganas tan grandes de vivir como sólo las puede sentir un recién resucitado. Quién le iba a decir que volvería aquel asunto tan viejo, tan rancio, tan enterrado como creía que estaba. Aquel asunto de cuando tuvo que matar a don Lupe. No nada más por nomás, como quisieron hacerle ver los de Alima, sino porque tuvo sus razones. Él se acordaba:

Don Lupe Terreros, el dueño de la Puerta de Piedra, por más señas su compadre. Al que él, Juvencio Nava, tuvo que matar por eso; por ser el dueño de la Puerta de Piedra y que, siendo también su compadre, le negó el pasto para sus animales.

Primero se aguantó por puro compromiso. Pero después, cuando la sequía, en que vio cómo se le morían uno tras otro sus animales hostigados por el hambre y que su compadre don Lupe seguía negándole la yerba de sus potreros, entonces fue cuando se puso a romper la cerca y a arrear la bola de animales flacos hasta las paraneras para que se hartaran de comer. Y eso no le había gustado a don Lupe, que mandó tapar otra vez la cerca para que él, Juvencio Nava, le volviera a abrir otra vez el agujero. Así, de día se tapaba el agujero y de noche se volvía a abrir, mientras el ganado estaba allí, siempre pegado a la cerca, siempre esperando; aquel ganado suyo que antes nomás se vivía oliendo el pasto sin poder probarlo.

Y él y don Lupe alegaban y volvían a alegar sin llegar a ponerse de acuerdo. Hasta que una vez don Lupe le dijo:

-Mira, Juvencio, otro animal más que metas al potrero y te lo mato.

Y él contestó:

-Mire, don Lupe, yo no tengo la culpa de que los animales busquen su acomodo. Ellos son inocentes. Ahí se lo haiga si me los mata.

"Y me mató un novillo.

"Esto pasó hace treinta y cinco años, por marzo, porque ya en abril andaba yo en el monte, corriendo del exhorto. No me valieron ni las diez vacas que le di al juez, ni el embargo de mi casa para pagarle la salida de la cárcel. Todavía después, se pagaron con lo que quedaba nomás por no perseguirme, aunque de todos modos me perseguían. Por eso me vine a vivir junto con mi hijo a este otro terrenito que yo tenía y que se nombra Palo de Venado. Y mi hijo creció y se casó con la nuera Ignacia y tuvo ya ocho hijos. Así que la cosa ya va para viejo, y según eso debería estar olvidada. Pero, según eso, no lo está.

"Yo entonces calculé que con unos cien pesos quedaba arreglado todo. El difunto don Lupe era solo, solamente con su mujer y los dos muchachitos todavía de a gatas. Y la viuda pronto murió también dizque de pena. Y a los muchachitos se los llevaron lejos, donde unos parientes. Así que, por parte de ellos, no había que tener miedo.

"Pero los demás se atuvieron a que yo andaba exhortado y enjuiciado para asustarme y seguir robándome. Cada vez que llegaba alguien al pueblo me avisaban:

"-Por ahí andan unos fureños, Juvencio.

"Y yo echaba pal monte, entreverándome entre los madroños y pasándome los días comiendo verdolagas. A veces tenía que salir a la media noche, como si me fueran correteando los perros. Eso duró toda la vida . No fue un año ni dos. Fue toda la vida."

Y ahora habían ido por él, cuando no esperaba ya a nadie, confiado en el olvido en que lo tenía la gente; creyendo que al menos sus últimos días los pasaría tranquilos. "Al menos esto -pensó- conseguiré con estar viejo. Me dejarán en paz".

Se había dado a esta esperanza por entero. Por eso era que le costaba trabajo imaginar morir así, de repente, a estas alturas de su vida, después de tanto pelear para librarse de la muerte; de haberse pasado su mejor tiempo tirando de un lado para otro arrastrado por los sobresaltos y cuando su cuerpo había acabado por ser un puro pellejo correoso curtido por los malos días en que tuvo que andar escondiéndose de todos.

Por si acaso, ¿no había dejado hasta que se le fuera su mujer? Aquel día en que amaneció con la nueva de que su mujer se le había ido, ni siquiera le pasó por la cabeza la intención de salir a buscarla. Dejó que se fuera sin indagar para nada ni con quién ni para dónde, con tal de no bajar al pueblo. Dejó que se le fuera como se le había ido todo lo demás, sin meter las manos. Ya lo único que le quedaba para cuidar era la vida, y ésta la conservaría a como diera lugar. No podía dejar que lo mataran. No podía. Mucho menos ahora.

Pero para eso lo habían traído de allá, de Palo de Venado. No necesitaron amarrarlo para que los siguiera. Él anduvo solo, únicamente maniatado por el miedo. Ellos se dieron cuenta de que no podía correr con aquel cuerpo viejo, con aquellas piernas flacas como sicuas secas, acalambradas por el miedo de morir. Porque a eso iba. A morir. Se lo dijeron.

Desde entonces lo supo. Comenzó a sentir esa comezón en el estómago que le llegaba de pronto siempre que veía de cerca la muerte y que le sacaba el ansia por los ojos, y que le hinchaba la boca con aquellos buches de agua agria que tenía que tragarse sin querer. Y esa cosa que le hacía los pies pesados mientras su cabeza se le ablandaba y el corazón le pegaba con todas sus fuerzas en las costillas. No, no podía acostumbrarse a la idea de que lo mataran.

Tenía que haber alguna esperanza. En algún lugar podría aún quedar alguna esperanza. Tal vez ellos se hubieran equivocado. Quizá buscaban a otro Juvencio Nava y no al Juvencio Nava que era él.

Caminó entre aquellos hombres en silencio, con los brazos caídos. La madrugada era oscura, sin estrellas. El viento soplaba despacio, se llevaba la tierra seca y traía más, llena de ese olor como de orines que tiene el polvo de los caminos.

Sus ojos, que se habían apenuscado con los años, venían viendo la tierra, aquí, debajo de sus pies, a pesar de la oscuridad. Allí en la tierra estaba toda su vida. Sesenta años de vivir sobre de ella, de encerrarla entre sus manos, de haberla probado como se prueba el sabor de la carne. Se vino largo rato desmenuzándola con los ojos, saboreando cada pedazo como si fuera el último, sabiendo casi que sería el último.

Luego, como queriendo decir algo, miraba a los hombres que iban junto a él. Iba a decirles que lo soltaran, que lo dejaran que se fuera: "Yo no le he hecho daño a nadie, muchachos", iba a decirles, pero se quedaba callado. "Más adelantito se los diré", pensaba. Y sólo los veía. Podía hasta imaginar que eran sus amigos; pero no quería hacerlo. No lo eran. No sabía quiénes eran. Los veía a su lado ladeándose y agachándose de vez en cuando para ver por dónde seguía el camino.

Los había visto por primera vez al pardear de la tarde, en esa hora desteñida en que todo parece chamuscado. Habían atravesado los surcos pisando la milpa tierna. Y él había bajado a eso: a decirles que allí estaba comenzando a crecer la milpa. Pero ellos no se detuvieron.

Los había visto con tiempo. Siempre tuvo la suerte de ver con tiempo todo. Pudo haberse escondido, caminar unas cuantas horas por el cerro mientras ellos se iban y después volver a bajar. Al fin y al cabo la milpa no se lograría de ningún modo. Ya era tiempo de que hubieran venido las aguas y las aguas no aparecían y la milpa comenzaba a marchitarse. No tardaría en estar seca del todo.

Así que ni valía la pena de haber bajado; haberse metido entre aquellos hombres como en un agujero, para ya no volver a salir.

Y ahora seguía junto a ellos, aguantándose las ganas de decirles que lo soltaran. No les veía la cara; sólo veía los bultos que se repegaban o se separaban de él. De manera que cuando se puso a hablar, no supo si lo habían oído. Dijo:

-Yo nunca le he hecho daño a nadie -eso dijo. Pero nada cambió. Ninguno de los bultos pareció darse cuenta. Las caras no se volvieron a verlo. Siguieron igual, como si hubieran venido dormidos.

Entonces pensó que no tenía nada más que decir, que tendría que buscar la esperanza en algún otro lado. Dejó caer otra vez los brazos y entró en las primeras casas del pueblo en medio de aquellos cuatro hombres oscurecidos por el color negro de la noche.

-Mi coronel, aquí está el hombre.

Se habían detenido delante del boquete de la puerta. Él, con el sombrero en la mano, por respeto, esperando ver salir a alguien. Pero sólo salió la voz:

-¿Cuál hombre? -preguntaron.

-El de Palo de Venado, mi coronel. El que usted nos mandó a traer.

-Pregúntale que si ha vivido alguna vez en Alima -volvió a decir la voz de allá adentro.

-¡Ey, tú! ¿Que si has habitado en Alima? -repitió la pregunta el sargento que estaba frente a él.

-Sí. Dile al coronel que de allá mismo soy. Y que allí he vivido hasta hace poco.

-Pregúntale que si conoció a Guadalupe Terreros.

-Que dizque si conociste a Guadalupe Terreros.

-¿A don Lupe? Sí. Dile que sí lo conocí. Ya murió.

Entonces la voz de allá adentro cambió de tono:

-Ya sé que murió -dijo-. Y siguió hablando como si platicara con alguien allá, al otro lado de la pared de carrizos:

-Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me dijeron que estaba muerto. Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta. Con nosotros, eso pasó.

"Luego supe que lo habían matado a machetazos, clavándole después una pica de buey en el estómago. Me contaron que duró más de dos días perdido y que, cuando lo encontraron tirado en un arroyo, todavía estaba agonizando y pidiendo el encargo de que le cuidaran a su familia.

"Esto, con el tiempo, parece olvidarse. Uno trata de olvidarlo. Lo que no se olvida es llegar a saber que el que hizo aquello está aún vivo, alimentando su alma podrida con la ilusión de la vida eterna. No podría perdonar a ése, aunque no lo conozco; pero el hecho de que se haya puesto en el lugar donde yo sé que está, me da ánimos para acabar con él. No puedo perdonarle que siga viviendo. No debía haber nacido nunca".

Desde acá, desde fuera, se oyó bien claro cuando dijo. Después ordenó:

-¡Llévenselo y amárrenlo un rato, para que padezca, y luego fusílenlo!

-¡Mírame, coronel! -pidió él-. Ya no valgo nada. No tardaré en morirme solito, derrengado de viejo. ¡No me mates...!

-¡Llévenselo! -volvió a decir la voz de adentro.

-...Ya he pagado, coronel. He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron de muchos modos. Me he pasado cosa de cuarenta años escondido como un apestado, siempre con el pálpito de que en cualquier rato me matarían. No merezco morir así, coronel. Déjame que, al menos, el Señor me perdone. ¡No me mates! ¡Diles que no me maten!.

Estaba allí, como si lo hubieran golpeado, sacudiendo su sombrero contra la tierra. Gritando.

En seguida la voz de allá adentro dijo:

-Amárrenlo y denle algo de beber hasta que se emborrache para que no le duelan los tiros.

Ahora, por fin, se había apaciguado. Estaba allí arrinconado al pie del horcón. Había venido su hijo Justino y su hijo Justino se había ido y había vuelto y ahora otra vez venía.

Lo echó encima del burro. Lo apretaló bien apretado al aparejo para que no se fuese a caer por el camino. Le metió su cabeza dentro de un costal para que no diera mala impresión. Y luego le hizo pelos al burro y se fueron, arrebiatados, de prisa, para llegar a Palo de Venado todavía con tiempo para arreglar el velorio del difunto.

-Tu nuera y los nietos te extrañarán -iba diciéndole-. Te mirarán a la cara y creerán que no eres tú. Se les afigurará que te ha comido el coyote cuando te vean con esa cara tan llena de boquetes por tanto tiro de gracia como te dieron.

De: El llano en llamas

Playa - Roberto Bolaño


Dejé la heroína y volví a mi pueblo y empecé con el tratamiento de metadona que me suministraban en el ambulatorio y poca cosa más tenía que hacer salvo levantarme cada mañana y ver la tele y tratar de dormir por la noche, pero no podía, algo me impedía cerrar los ojos y descansar, y ésa era mi rutina, hasta que un día ya no pude más y me compré un trajebaño negro en una tienda del centro del pueblo y me fui a la playa, con el trajebaño puesto y una toalla y una revista, y puse mi toalla no demasiado cerca del agua y luego me estiré y estuve un rato pensando si darme un baño o no dármelo, se me ocurrían muchas razones para hacerlo, pero también se me ocurrían algunas razones para no hacerlo (los niños que se bañaban en la orilla, por ejemplo), así que al final se me pasó el tiempo y volví a casa, y a la mañana siguiente compré una crema de protección solar y me fui a la playa otra vez, y a eso de las 12 me marché al ambulatorio y me tomé mi dosis de metadona y saludé a algunas caras conocidas, ningún amigo o amiga, sólo caras conocidas de la cola de la metadona que se extrañaron de verme en trajebaño, pero yo como si nada, y luego volví caminando a la playa y esta vez me di el primer chapuzón e intenté nadar, aunque no pude, pero eso ya fue suficiente para mí, y al día siguiente volví a la playa y me volví a untar el cuerpo con protección solar y luego me quedé dormido sobre la arena, y cuando desperté me sentía muy descansado, y no me había quemado la espalda ni nada de nada, y así pasó una semana o tal vez dos semanas, no lo recuerdo, lo único cierto es que cada día yo estaba más moreno y aunque no hablaba con nadie cada día me sentía mejor, o diferente, que no es lo mismo pero que en mi caso se le parecía, y un día apareció en la playa una pareja de viejos, de eso me acuerdo con claridad, se veía que llevaban mucho tiempo juntos, ella era gorda, o rellenita, y debía de andar por los 70 años aproximadamente, y él era flaco, o más que flaco, un esqueleto que caminaba, yo creo que eso fue lo que me llamó la atención, porque por regla general apenas me fijaba en la gente que iba a la playa, pero en éstos me fijé y la causa fue la delgadez del tipo, lo vi y me asusté, coño, es la muerte que viene a por mí, pensé, pero no venía a por mí, sólo era un matrimonio viejo, él de unos 75 y ella de unos 70, o al revés, y ella parecía gozar de buena salud, y él hacía pinta de que iba a palmarla en cualquier momento o de que ése era su último verano, al principio, pasado el primer susto, me costó alejar mi mirada de la cara del viejo, de su calavera apenas recubierta por una delgada capa de piel, pero luego me acostumbré a mirarlos con disimulo, tirado en la arena, bocabajo, con la cara cubierta por los brazos, o desde el paseo, sentado en un banco frente a la playa, mientras fingía que me quitaba la arena del cuerpo, y me acuerdo que la vieja siempre llegaba a la playa con un parasol bajo cuya sombra se metía presurosa, sin bañador, aunque a veces la vi con bañador, pero más usualmente con un vestido de verano, muy amplio, que la hacía parecer menos gorda de lo que era, y bajo el parasol la vieja se pasaba las horas leyendo, llevaba un libro muy grueso, mientras el esqueleto que era su marido se tiraba sobre la arena, vestido únicamente con un trajebaño diminuto, casi un tanga, y absorbía el sol con una voracidad que a mí me traía recuerdos lejanos, de yonquis disfrutando inmóviles, de yonquis concentrados en lo que hacían, en lo único que podían hacer, y entonces a mí me dolía la cabeza y me iba de la playa, comía en el Paseo Marítimo, una tapa de anchoas y una cerveza, y después me ponía a fumar y a mirar la playa a través de los ventanales del bar, y luego volvía y allí seguía el viejo y la vieja, ella debajo de la sombrilla, él expuesto a los rayos del sol, y entonces, de manera irreflexiva, a mí me daban ganas de llorar y me metía en el agua y nadaba, y cuando ya me había alejado bastante de la orilla miraba el sol y me parecía extraño que estuviera allí, esa cosa grande y tan distinta de nosotros, y luego me ponía a nadar hasta la orilla (en dos ocasiones estuve a punto de ahogarme) y cuando llegaba me dejaba caer junto a mi toalla y me quedaba mucho rato respirando con dificultad, pero siempre mirando hacia donde estaban los viejos, y luego tal vez me quedaba dormido tirado en la arena, y cuando me despertaba la playa ya empezaba a desocuparse, pero los viejos seguían allí, ella con su novela bajo la sombrilla y él bocarriba, en la zona sin sombra, con los ojos cerrados y una expresión rara en su calavera, como si sintiera cada segundo que pasaba y lo disfrutara, aunque los rayos del sol fueran débiles, aunque el sol ya estuviera al otro lado de los edificios de la primera línea de mar, al otro lado de las colinas, pero eso a él parecía no importarle, y entonces, en el momento de despertarme yo lo miraba y miraba el sol, y a veces sentía en la espalda un ligero dolor, como si aquella tarde me hubiera quemado más de la cuenta, y luego los miraba a ellos y luego me levantaba, me ponía la toalla como capa y me iba a sentar en uno de los bancos del Paseo Marítimo, en donde fingía quitarme la arena que no tenía de las piernas, y desde allí, desde esa altura, la visión de la pareja era distinta, me decía a mí mismo que tal vez él no estuviera a punto de morir, me decía a mí mismo que el tiempo tal vez no existía tal como yo creía que existía, reflexionaba sobre el tiempo mientras la lejanía del sol alargaba las sombras de los edificios, y luego me iba a casa y me daba una ducha y miraba mi espalda roja, una espalda que no parecía mía sino de otro tipo, un tipo al que aún tardaría muchos años en conocer, y luego encendía la tele y veía programas que no entendía en absoluto, hasta que me quedaba dormido en el sillón, y al día siguiente vuelta a lo mismo, la playa, el ambulatorio, otra vez la playa, los viejos, una rutina que a veces interrumpía la aparición de otros seres que aparecían en la playa, una mujer, por ejemplo, que siempre estaba de pie, que jamás se recostaba en la arena, que iba vestida con la parte de abajo de un bikini y con una camiseta azul, y que cuando entraba en el mar sólo se mojaba hasta las rodillas, y que leía un libro, como la vieja, pero estaba mujer lo leía de pie, y a veces se agachaba, aunque de una manera muy rara, y cogía una botella de pepsi de litro y medio y bebía, de pie, claro, y luego dejaba la botella sobre la toalla, que no sé para qué la había traído si no se tendía nunca sobre ella y tampoco se metía en el agua, y a veces esta mujer me daba miedo, me parecía excesivamente rara, pero la mayoría de las veces sólo me daba pena, y también vi otras cosas extrañas, en la playa siempre pasan cosas así, tal vez porque es el único sitio en donde todos estamos medio desnudos, pero que no tenían demasiada importancia, una vez creí ver a un ex yonqui como yo, mientras caminaba por la orilla, sentado en un montículo de arena con un niño de meses sobre las piernas, y otra vez vi a unas chicas rusas, tres chicas rusas, que probablemente eran putas y que hablaban, las tres, por un teléfono móvil y se reían, pero la verdad es que lo que más me interesaba era la pareja de viejos, en parte porque tenía la impresión de que el viejo se iba a morir en cualquier instante, y cuando pensaba esto, o cuando me daba cuenta de que estaba pensando esto, el resultado era que se me ocurrían ideas disparatadas, como que tras la muerte del viejo iba a ocurrir un maremoto, el pueblo destruido por una ola gigantesca, o como que iba a ponerse a temblar, un terremoto de gran magnitud que haría desaparecer el pueblo entero en medio de una ola de polvo, y cuando pensaba lo que acabo de decir ocultaba la cabeza entre las manos y me ponía a llorar, y mientras lloraba soñaba (o imaginaba) que era de noche, digamos las tres de la mañana, y que yo salía de mi casa y me iba a la playa, y en la playa encontraba al viejo tendido sobre la arena, y en el cielo, junto a las otras estrellas, pero más cerca de la Tierra que las otras estrellas, brillaba un sol negro, un enorme sol negro y silencioso, y yo bajaba a la playa y me tendía también sobre la arena, las dos únicas personas en la playa éramos el viejo y yo, y cuando volvía a abrir los ojos me daba cuenta de que las putas rusas y la chica que siempre estaba de pie y el ex yonqui con el niño en brazos me contemplaban con curiosidad, preguntándose acaso quién podía ser aquel tipo tan raro, el tipo que tenía los hombros y la espalda quemados, y hasta la vieja me observaba desde la frescura de su sombrilla, interrumpida la lectura de su libro interminable por unos segundos, preguntándose tal vez quién era aquel joven que lloraba en silencio, un joven de 35 años que no tenía nada, pero que estaba recobrando la voluntad y el valor y que sabía que aún iba a vivir un tiempo más.

DE: EL PEOR VERANO DE MI VIDA

miércoles, 23 de abril de 2008

El guardagujas - Juan José Arreola


El forastero llegó sin aliento a la estación desierta. Su gran valija, que nadie quiso cargar, le había fatigado en extremo. Se enjugó el rostro con un pañuelo, y con la mano en visera miró los rieles que se perdían en el horizonte. Desalentado y pensativo consultó su reloj: la hora justa en que el tren debía partir.

Alguien, salido de quién sabe dónde, le dio una palmada muy suave. Al volverse el forastero se halló ante un viejecillo de vago aspecto ferrocarrilero. Llevaba en la mano una linterna roja, pero tan pequeña, que parecía de juguete. Miró sonriendo al viajero, que le preguntó con ansiedad:

-Usted perdone, ¿ha salido ya el tren?

-¿Lleva usted poco tiempo en este país?

-Necesito salir inmediatamente. Debo hallarme en T. mañana mismo.

-Se ve que usted ignora las cosas por completo. Lo que debe hacer ahora mismo es buscar alojamiento en la fonda para viajeros -y señaló un extraño edificio ceniciento que más bien parecía un presidio.

-Pero yo no quiero alojarme, sino salir en el tren.

-Alquile usted un cuarto inmediatamente, si es que lo hay. En caso de que pueda conseguirlo, contrátelo por mes, le resultará más barato y recibirá mejor atención.

-¿Está usted loco? Yo debo llegar a T. mañana mismo.

-Francamente, debería abandonarlo a su suerte. Sin embargo, le daré unos informes.

-Por favor...

-Este país es famoso por sus ferrocarriles, como usted sabe. Hasta ahora no ha sido posible organizarlos debidamente, pero se han hecho grandes cosas en lo que se refiere a la publicación de itinerarios y a la expedición de boletos. Las guías ferroviarias abarcan y enlazan todas las poblaciones de la nación; se expenden boletos hasta para las aldeas más pequeñas y remotas. Falta solamente que los convoyes cumplan las indicaciones contenidas en las guías y que pasen efectivamente por las estaciones. Los habitantes del país así lo esperan; mientras tanto, aceptan las irregularidades del servicio y su patriotismo les impide cualquier manifestación de desagrado.

-Pero, ¿hay un tren que pasa por esta ciudad?

-Afirmarlo equivaldría a cometer una inexactitud. Como usted puede darse cuenta, los rieles existen, aunque un tanto averiados. En algunas poblaciones están sencillamente indicados en el suelo mediante dos rayas. Dadas las condiciones actuales, ningún tren tiene la obligación de pasar por aquí, pero nada impide que eso pueda suceder. Yo he visto pasar muchos trenes en mi vida y conocí algunos viajeros que pudieron abordarlos. Si usted espera convenientemente, tal vez yo mismo tenga el honor de ayudarle a subir a un hermoso y confortable vagón.

-¿Me llevará ese tren a T.?

-¿Y por qué se empeña usted en que ha de ser precisamente a T.? Debería darse por satisfecho si pudiera abordarlo. Una vez en el tren, su vida tomará efectivamente un rumbo. ¿Qué importa si ese rumbo no es el de T.?

-Es que yo tengo un boleto en regla para ir a T. Lógicamente, debo ser conducido a ese lugar, ¿no es así?

-Cualquiera diría que usted tiene razón. En la fonda para viajeros podrá usted hablar con personas que han tomado sus precauciones, adquiriendo grandes cantidades de boletos. Por regla general, las gentes previsoras compran pasajes para todos los puntos del país. Hay quien ha gastado en boletos una verdadera fortuna...

-Yo creí que para ir a T. me bastaba un boleto. Mírelo usted...

-El próximo tramo de los ferrocarriles nacionales va a ser construido con el dinero de una sola persona que acaba de gastar su inmenso capital en pasajes de ida y vuelta para un trayecto ferroviario, cuyos planos, que incluyen extensos túneles y puentes, ni siquiera han sido aprobados por los ingenieros de la empresa.

-Pero el tren que pasa por T., ¿ya se encuentra en servicio?

-Y no sólo ése. En realidad, hay muchísimos trenes en la nación, y los viajeros pueden utilizarlos con relativa frecuencia, pero tomando en cuenta que no se trata de un servicio formal y definitivo. En otras palabras, al subir a un tren, nadie espera ser conducido al sitio que desea.

-¿Cómo es eso?

-En su afán de servir a los ciudadanos, la empresa debe recurrir a ciertas medidas desesperadas. Hace circular trenes por lugares intransitables. Esos convoyes expedicionarios emplean a veces varios años en su trayecto, y la vida de los viajeros sufre algunas transformaciones importantes. Los fallecimientos no son raros en tales casos, pero la empresa, que todo lo ha previsto, añade a esos trenes un vagón capilla ardiente y un vagón cementerio. Es motivo de orgullo para los conductores depositar el cadáver de un viajero lujosamente embalsamado en los andenes de la estación que prescribe su boleto. En ocasiones, estos trenes forzados recorren trayectos en que falta uno de los rieles. Todo un lado de los vagones se estremece lamentablemente con los golpes que dan las ruedas sobre los durmientes.

Los viajeros de primera -es otra de las previsiones de la empresa- se colocan del lado en que hay riel. Los de segunda padecen los golpes con resignación. Pero hay otros tramos en que faltan ambos rieles, allí los viajeros sufren por igual, hasta que el tren queda totalmente destruido.

-¡Santo Dios!

-Mire usted: la aldea de F. surgió a causa de uno de esos accidentes. El tren fue a dar en un terreno impracticable. Lijadas por la arena, las ruedas se gastaron hasta los ejes. Los viajeros pasaron tanto tiempo, que de las obligadas conversaciones triviales surgieron amistades estrechas. Algunas de esas amistades se transformaron pronto en idilios, y el resultado ha sido F., una aldea progresista llena de niños traviesos que juegan con los vestigios enmohecidos del tren.

-¡Dios mío, yo no estoy hecho para tales aventuras!

-Necesita usted ir templando su ánimo; tal vez llegue usted a convertirse en héroe. No crea que faltan ocasiones para que los viajeros demuestren su valor y sus capacidades de sacrificio. Recientemente, doscientos pasajeros anónimos escribieron una de las páginas más gloriosas en nuestros anales ferroviarios. Sucede que en un viaje de prueba, el maquinista advirtió a tiempo una grave omisión de los constructores de la línea. En la ruta faltaba el puente que debía salvar un abismo. Pues bien, el maquinista, en vez de poner marcha atrás, arengó a los pasajeros y obtuvo de ellos el esfuerzo necesario para seguir adelante. Bajo su enérgica dirección, el tren fue desarmado pieza por pieza y conducido en hombros al otro lado del abismo, que todavía reservaba la sorpresa de contener en su fondo un río caudaloso. El resultado de la hazaña fue tan satisfactorio que la empresa renunció definitivamente a la construcción del puente, conformándose con hacer un atractivo descuento en las tarifas de los pasajeros que se atreven a afrontar esa molestia suplementaria.

-¡Pero yo debo llegar a T. mañana mismo!

-¡Muy bien! Me gusta que no abandone usted su proyecto. Se ve que es usted un hombre de convicciones. Alójese por lo pronto en la fonda y tome el primer tren que pase. Trate de hacerlo cuando menos; mil personas estarán para impedírselo. Al llegar un convoy, los viajeros, irritados por una espera demasiado larga, salen de la fonda en tumulto para invadir ruidosamente la estación. Muchas veces provocan accidentes con su increíble falta de cortesía y de prudencia. En vez de subir ordenadamente se dedican a aplastarse unos a otros; por lo menos, se impiden para siempre el abordaje, y el tren se va dejándolos amotinados en los andenes de la estación. Los viajeros, agotados y furiosos, maldicen su falta de educación, y pasan mucho tiempo insultándose y dándose de golpes.

-¿Y la policía no interviene?

-Se ha intentado organizar un cuerpo de policía en cada estación, pero la imprevisible llegada de los trenes hacía tal servicio inútil y sumamente costoso. Además, los miembros de ese cuerpo demostraron muy pronto su venalidad, dedicándose a proteger la salida exclusiva de pasajeros adinerados que les daban a cambio de esa ayuda todo lo que llevaban encima. Se resolvió entonces el establecimiento de un tipo especial de escuelas, donde los futuros viajeros reciben lecciones de urbanidad y un entrenamiento adecuado. Allí se les enseña la manera correcta de abordar un convoy, aunque esté en movimiento y a gran velocidad. También se les proporciona una especie de armadura para evitar que los demás pasajeros les rompan las costillas.

-Pero una vez en el tren, ¡está uno a cubierto de nuevas contingencias?

-Relativamente. Sólo le recomiendo que se fije muy bien en las estaciones. Podría darse el caso de que creyera haber llegado a T., y sólo fuese una ilusión. Para regular la vida a bordo de los vagones demasiado repletos, la empresa se ve obligada a echar mano de ciertos expedientes. Hay estaciones que son pura apariencia: han sido construidas en plena selva y llevan el nombre de alguna ciudad importante. Pero basta poner un poco de atención para descubrir el engaño. Son como las decoraciones del teatro, y las personas que figuran en ellas están llenas de aserrín. Esos muñecos revelan fácilmente los estragos de la intemperie, pero son a veces una perfecta imagen de la realidad: llevan en el rostro las señales de un cansancio infinito.

-Por fortuna, T. no se halla muy lejos de aquí.

-Pero carecemos por el momento de trenes directos. Sin embargo, no debe excluirse la posibilidad de que usted llegue mañana mismo, tal como desea. La organización de los ferrocarriles, aunque deficiente, no excluye la posibilidad de un viaje sin escalas. Vea usted, hay personas que ni siquiera se han dado cuenta de lo que pasa. Compran un boleto para ir a T. Viene un tren, suben, y al día siguiente oyen que el conductor anuncia: "Hemos llegado a T.". Sin tomar precaución alguna, los viajeros descienden y se hallan efectivamente en T.

-¿Podría yo hacer alguna cosa para facilitar ese resultado?

-Claro que puede usted. Lo que no se sabe es si le servirá de algo. Inténtelo de todas maneras. Suba usted al tren con la idea fija de que va a llegar a T. No trate a ninguno de los pasajeros. Podrán desilusionarlo con sus historias de viaje, y hasta denunciarlo a las autoridades.

-¿Qué está usted diciendo?

En virtud del estado actual de las cosas los trenes viajan llenos de espías. Estos espías, voluntarios en su mayor parte, dedican su vida a fomentar el espíritu constructivo de la empresa. A veces uno no sabe lo que dice y habla sólo por hablar. Pero ellos se dan cuenta en seguida de todos los sentidos que puede tener una frase, por sencilla que sea. Del comentario más inocente saben sacar una opinión culpable. Si usted llegara a cometer la menor imprudencia, sería aprehendido sin más, pasaría el resto de su vida en un vagón cárcel o le obligarían a descender en una falsa estación perdida en la selva. Viaje usted lleno de fe, consuma la menor cantidad posible de alimentos y no ponga los pies en el andén antes de que vea en T. alguna cara conocida.

-Pero yo no conozco en T. a ninguna persona.

-En ese caso redoble usted sus precauciones. Tendrá, se lo aseguro, muchas tentaciones en el camino. Si mira usted por las ventanillas, está expuesto a caer en la trampa de un espejismo. Las ventanillas están provistas de ingeniosos dispositivos que crean toda clase de ilusiones en el ánimo de los pasajeros. No hace falta ser débil para caer en ellas. Ciertos aparatos, operados desde la locomotora, hacen creer, por el ruido y los movimientos, que el tren está en marcha. Sin embargo, el tren permanece detenido semanas enteras, mientras los viajeros ven pasar cautivadores paisajes a través de los cristales.

-¿Y eso qué objeto tiene?

-Todo esto lo hace la empresa con el sano propósito de disminuir la ansiedad de los viajeros y de anular en todo lo posible las sensaciones de traslado. Se aspira a que un día se entreguen plenamente al azar, en manos de una empresa omnipotente, y que ya no les importe saber adónde van ni de dónde vienen.

-Y usted, ¿ha viajado mucho en los trenes?

-Yo, señor, sólo soy guardagujas1. A decir verdad, soy un guardagujas jubilado, y sólo aparezco aquí de vez en cuando para recordar los buenos tiempos. No he viajado nunca, ni tengo ganas de hacerlo. Pero los viajeros me cuentan historias. Sé que los trenes han creado muchas poblaciones además de la aldea de F., cuyo origen le he referido. Ocurre a veces que los tripulantes de un tren reciben órdenes misteriosas. Invitan a los pasajeros a que desciendan de los vagones, generalmente con el pretexto de que admiren las bellezas de un determinado lugar. Se les habla de grutas, de cataratas o de ruinas célebres: "Quince minutos para que admiren ustedes la gruta tal o cual", dice amablemente el conductor. Una vez que los viajeros se hallan a cierta distancia, el tren escapa a todo vapor.

-¿Y los viajeros?

-Vagan desconcertados de un sitio a otro durante algún tiempo, pero acaban por congregarse y se establecen en colonia. Estas paradas intempestivas se hacen en lugares adecuados, muy lejos de toda civilización y con riquezas naturales suficientes. Allí se abandonan lores selectos, de gente joven, y sobre todo con mujeres abundantes. ¿No le gustaría a usted pasar sus últimos días en un pintoresco lugar desconocido, en compañía de una muchachita?

El viejecillo sonriente hizo un guiño y se quedó mirando al viajero, lleno de bondad y de picardía. En ese momento se oyó un silbido lejano. El guardagujas dio un brinco, y se puso a hacer señales ridículas y desordenadas con su linterna.

-¿Es el tren? -preguntó el forastero.

El anciano echó a correr por la vía, desaforadamente. Cuando estuvo a cierta distancia, se volvió para gritar:

-¡Tiene usted suerte! Mañana llegará a su famosa estación. ¿Cómo dice que se llama?

-¡X! -contestó el viajero.

En ese momento el viejecillo se disolvió en la clara mañana. Pero el punto rojo de la linterna siguió corriendo y saltando entre los rieles, imprudente, al encuentro del tren.

Al fondo del paisaje, la locomotora se acercaba como un ruidoso advenimiento.


FIN

viernes, 11 de abril de 2008

La muerte del estratega - Alvaro Mutis

Algunos hechos de la vida y la muerte de Alar el Ilirio, Estratega de la Emperatriz Irene en el Thema de Lycandos, ocuparon la atención de la Iglesia cuando, en el Concilio Ecuménico de Nicea, se habló de la canonización de un grupo de cristianos que sufrieran martirio a manos de los turcos en una emboscada en las arenas sirias. Al principio, el nombre de Alar se mencionaba junto con el de los demás mártires. Quien vino a poner en claro el asunto fue el patriarca de Laconia, Nicéforo Kalitzés, tras examinar algunos documentos relativos al Estratega y a su familia, que aportaron nuevas luces sobre la vida de Alar y alejaron cualquier posibilidad de entronizarlo en los altares. Finalmente, cuando se dieron a conocer en el Concilio las cartas de Alar a Andrónico, su hermano, la Iglesia impuso un denso silencio en torno al Ilirio y su nombre volvió a la oscuridad, de donde lo rescatara la ambición política de la Iglesia de Oriente.
Alar, llamado el Ilirio por la forma peculiar de sus ojos hundidos y rasgados, era hijo de un alto funcionario del Imperio, que gozó del favor del Basileus en tiempos de la lucha de las imágenes. El hábil cortesano se ocupó bien poco de la educación de su hijo y convino en que la recibiera en Grecia, bajo la influencia de los últimos neoplatónicos. En el desorden de la decadente Atenas, perdió Alar todo vestigio, si lo tuvo algún día, de fe en el Cristo. Tampoco el padre se había distinguido por su piedad, y su alta posición en la Corte la ganó más por su inagotable reserva de sutilezas diplomáticas que por su fervor religioso. Pero cuando el muchacho regresó de Atenas el padre no pudo menos de asombrarse ante la forma descuidada y ligera como se refería a los asuntos de la iglesia Y, aunque se vivía entonces los momentos de más cruenta persecución iconoclasta, no por eso dejaba el Palacio de Magnaura de estar erizado de mortales trampas teológicas y litúrgicas. Gente mejor colocada que Alar y con mayor ascendiente con el Autocrátor, había perdido los ojos, y, a menudo, la vida, por una frase ligera o una incompostura en el templo.

Mediante hábiles disculpas, el padre de Alar consiguió que el Emperador incorporase al Ilirio a su ejército y el muchacho fue nombrado Turmarca en un regimiento acantonado en el puerto de Pelagos. Allí comenzó la carrera militar del futuro Estratega. Como hombre de armas, Alar no poseía virtudes muy sólidas. Un cierto escepticismo sobre la vanidad de las victorias y ninguna atención a las graves consecuencias de una derrota, hacían de él un mediocre soldado. En cambio, pocos le aventajaban en la humanidad de su trato y en la cordial popularidad de que gozaba entre la tropa. En lo peor de la batalla, cuando todo parecía perdido, los hombres volvían a mirar al Ilirio que combatía con una amarga sonrisa en los labios y conservando la cabeza fría. Esto bastaba para devolverles la confianza y, con ella, la victoria. Aprendió con facilidad los dialectos sirios, armenios y árabes y hablaba corrientemente el latín, el griego y la lengua franca. Sus partes de campaña le fueron ganando cierta fama entre los oficiales superiores por la claridad y elegancia del estilo. A la muerte de Constantino IV, Alar había llegado al grado de General de Cuerpo de Ejército y comandaba la guarnición de Kipros. Su carrera militar, lejos de las peligrosas intrigas de la Corte, le permitió estar al margen de las luchas religiosas que tan sangrientas represiones despertaron en el Imperio de Oriente. En un viaje que el Basileus León hizo a Paphos en compañía de su esposa, la bella Irene, la joven pareja fue recibida por Alar, quien supo ganarse la simpatía de los nuevos autocrátores, en especial la de la astuta ateniense, que se sintió halagada por el sincero entusiasmo y la aguda erudición del General en los asuntos helénicos. También León tuvo especial placer en el trato con Alar, y le atraía la familiaridad y llaneza del Ilirio y la ironía con que salvaba los más peligrosos temas políticos y religiosos.

Por aquella época, Alar había llegado a los treinta años de edad. Era alto, con cierta tendencia a la molicie, lento de movimientos, y a través de sus ojos semicerrados e irónicos dejaba pasar cautelosamente la expresión de sus sentimientos. Nadie le había visto perder la cordialidad, a menudo un poco castrense y franca. Se absorbía días enteros en la lectura con preferencia de los poetas latinos. Virgilio, Horacio y Catulo le acompañaban a dondequiera que fuese. Cuidaba mucho de su atuendo y sólo en ocasiones vestía el uniforme. Su padre murió en la plenitud de su prestigio político, que heredó Andrónico, hermano menor del Estratega, por quien éste sentía particular afecto y mucha amistad. El viejo cortesano había pedido a Alar que contrajera matrimonio con una joven de la alta burguesía de Bizancio, hija de un grande amigo de la casa. Para cumplir con el deseo del padre, Alar la tomó por esposa, pero siempre halló la manera de vivir alejado de su casa, sin romper del todo con la tradición y los mandatos de la Iglesia. No se le conocían, por otra parte, los amoríos y escándalos tan comunes entre los altos oficiales del Imperio. No por frialdad o indiferencia, sino más bien por cierta tendencia a la reflexión y al ensueño, nacida de un temprano escepticismo hacia las pasiones y esfuerzos de las gentes. Le gustaba frecuentar los lugares en donde las ruinas atestiguaban el vano intento del hombre por perpetuar sus hechos. De allí su preferencia por Atenas, su gusto por Chipre y sus arriesgadas incursiones a las dormidas arenas de Heliópolis y Tebas.

Cuando la Augusta lo nombró Hypatoï y le encomendó la misión de concertar el matrimonio del joven Basileus Constantino con una de las princesas de Sicilia, el General se quedó en Siracusa más tiempo del necesario para cumplir su embajada. Se escondió luego en Tauromenium, adonde lo buscaron los oficiales de su escolta para comunicarle la orden perentoria de la Despoina de comparecer ante ella sin tardanza. Cuando se presentó a la Sala de los Delfines, después de un viaje que se alargó más de lo prudente, a causa de las visitas a pequeños puertos y calas de la costa africana, que escondían ruinas romanas y fenicias, la Basilissa había perdido por completo la paciencia. «Usas el tiempo del César en forma que merece el más grave castigo -le increpó-. ¿Qué explicación me puedes dar de tu demora? ¿Olvidaste, acaso, el motivo por el cual te enviamos a Sicilia? ¿Ignoras que eres un Hypatoï del Autocrátor? ¿Quién te ha dicho que puedes disponer de tu tiempo y gozar de tus ocios mientras estás al servicio del Isapóstol, hijo del Cristo? Respóndeme y no te quedes ahí mirando a la nada, y borra tu insolente sonrisa, que no es hora ni tengo humor para tus extrañas salidas». «Señora, Hija de los Apóstoles, bendecida de la Theotokos, Luz de los Evangelios -contestó imperturbable el Ilirio-, me detuve buscando las huellas del divino Ulyses, inquiriendo la verdad de sus astucias. Pero este tiempo, ni fue perdido para el Imperio, ni gastado contra la santa voluntad de vuestros planes. No convenía a la dignidad de vuestro hijo, el Porphyrogeneta, un matrimonio a todas luces desigual. No me pareció, por otra parte, oportuno, enviaros con un mensajero, ni escribiros, las razones por las que no quise negociar con los príncipes sicilianos. Su hija está prometida al heredero de la casa de Aragón por un pacto secreto, y habían promulgado su interés en un matrimonio con vuestro hijo, con el único propósito de encarecer las condiciones del contrato. Así fue como ellos solos, ante mi evidente desinterés en tratar el asunto, descubrieron el juego. En cuanto a mi regreso ¡oh escogida del Cristo!, estuvo, es cierto, entorpecido por algunas demoras en las cuales mi voluntad puso menos que el deseo de presentarme ante ti».

Aunque no quedó Irene muy convencida de las especiosas razones del Ilirio, su enojo había ya cedido casi por completo. Como aviso para que no incurriera en nuevos errores, Alar fue asignado a Bulgaria con la misión de reclutar mercenarios. En la polvorienta guarnición de un país que le era especialmente antipático, Alar sufrió el primero de los varios cambios que iban a operarse en su carácter. Se volvió algo taciturno y perdió ese permanente buen humor que le valiera tantos y tan buenos amigos entre sus compañeros de armas y aun en la Corte. No es que se le viera irritado, ni que hubiera perdido esa virtud muy suya de tratar a cada cual con la cariñosa familiaridad de quien conoce muy bien a las gentes. Pero a menudo se le veía ausente, con la mirada fija en un vacío del que parecía esperar ciertas respuestas a una angustia que comenzaba a trabajar su alma. Su atuendo se hizo más sencillo y su vida más austera.

El cambio, en un principio, sólo fue percibido por sus íntimos, y en el ejército y la Corte siguió gozando del favor de quienes le profesaban amistad y admiración. En una carta del higoumeno Andrés, grande amigo de Alar y conocedor avisado de las religiones orientales, dirigida a Andrónico con el objeto de informarle sobre la entrevista con su hermano, el venerable relata hechos y palabras del Ilirio que en mucho contribuyeron a echar por tierra el proyecto de canonización. Dice, entre otras cosas:

«Encontré al General en Zarosgrad. Pagaba los primeros mercenarios y se ocupaba de su entrenamiento. No lo hallé en la ciudad ni en los cuarteles. Había hecho levantar su tienda en las afueras de la aldea, a orillas de un arroyo, en medio de una huerta de naranjos, el aroma de cuyas flores prefiere. Me recibió con la cordialidad de siempre, pero lo noté distraído y un poco ausente. Algo en su mirada hizo que me sintiera en vaga forma culpable e inseguro. Me miró un rato en silencio, y cuando esperaba que preguntaría por ti y por los asuntos de la Corte o por la gente de su casa, me inquirió de improviso: “¿Cuál es el dios que te arrastra por los templos, venerable? ¿Cuál, cuál de todos?” “No comprendo tu pregunta” -le contesté-. Y él, sin volver sobre el asunto, comenzó a proponerme, una tras otra, las más diversas y extrañas cuestiones sobre la religión de los persas y sobre la secta de los brahmanes. Al comienzo creí que estaba febril. Después me di cuenta que sufría mucho y que las dudas lo acosaban como perros feroces. Mientras le explicaba algunos de los pasos que llevan a la perfección o Nirvana de los hindúes, saltó hacia mí, gritando: “¡Tampoco es ese el camino! ¡No hay nada qué hacer! No podemos hacer nada. No tiene ningún sentido hacer algo. Estamos en una trampa”. Se recostó en el camastro de pieles que le sirve de lecho y, cubriéndose el rostro con las manos, volvió a sumirse en el silencio. Al fin, se disculpó diciéndome: “Perdona, venerable Andrés, pero llevo dos meses tragando el rojo polvo de Dacia y oyendo el idioma chillón de estos bárbaros, y me cuesta trabajo dominarme. Dispénsame y sigue tu explicación, que me atañe en mucho”. Seguí mi exposición, pero había ya perdido el interés en el asunto, pues más me preocupaba la reacción de tu hermano. Comenzaba a darme cuenta de cuán profunda era la crisis por la que pasaba. Bien sabes, como hermano y amigo queridísimo suyo, que el General cumple por pura fórmula y sólo como parte de la disciplina y el ejemplo que debe a sus tropas, con los deberes religiosos. Para nadie es ya un misterio su total apartamiento de nuestra Iglesia y de toda otra convicción de orden religioso. Como conozco muy bien su inteligencia y hemos hablado en muchas ocasiones sobre esto, no pretendo siquiera intentar su conversión. Temo, sí, que el Venerable Metropolitano Miguel Lakadianos, que tanta influencia ejerce ahora sobre nuestra muy amada Irene y que tan pocas simpatías ha demostrado siempre por vuestra familia, pueda enterarse en detalle de la situación del Ilirio y la haga valer en su contra ante la Basilissa, Esto te lo digo para que, teniéndolo en cuenta, obres en favor de tu hermano y mantengas vivo el afecto que siempre le ha sido dispensado. Y antes de pasar a otros asuntos, ajenos al General, quiero relatarte el final de nuestra entrevista. Nos perdimos en un largo examen de ciertos aspectos comunes entre algunas herejías cristianas y las religiones del Oriente. Cuando parecía haber olvidado ya por completo su reciente sobresalto, y habíamos derivado hacia el tema de los misterios de Eleusis, el General comenzó a hablar, más para sí que conmigo, dando rienda suelta a su apasionado interés por los helenos. Bien conoces su inagotable erudición sobre el tema. De pronto, se interrumpió y mirándome como si hubiera despertado de un sueño, me dijo, mientras acariciaba la máscara mortuoria que le enviaste de Creta: “Ellos hallaron el camino. Al crear los dioses a su imagen y semejanza dieron trascendencia a esa armonía interior, imperecedera y siempre presente, de la cual manan la verdad y la belleza. En ella creían ante todo y por ella y a ella sacrificaban y adoraban. Eso los ha hecho inmortales. Los helenos sobrevivirán a todas las razas, a todos los pueblos, porque del hombre mismo rescataron las fuerzas que vencen a la nada. Es todo lo que podemos hacer. No es poco, pero es casi imposible lograrlo ya, cuando oscuras levaduras de destrucción han penetrado muy hondo en nosotros. El Cristo nos ha sacrificado en su cruz, Buda nos ha sacrificado en su renunciación, Mahoma nos ha sacrificado en su furia. Hemos comenzado a morir. No creo que me explique claramente. Pero siento que estamos perdidos, que nos hemos hecho a nosotros mismos el daño irreparable de caer en la nada. Ya nada somos, nada podemos. Nadie puede poder”. Me abrazó cariñosamente. No me dijo más, y abriendo un libro se sumió en su lectura. Al salir, me llevé la certeza de que el más entrañable de nuestros amigos, tu hermano amantísimo, ha comenzado a andar por la peligrosa senda de una negación sin límites y de implacables consecuencias».

Es de comprender la preocupación del higoumeno. En la Corte, las pasiones políticas se mezclan peligrosamente con las doctrinas de la Iglesia. Irene estaba cayendo, cada día más, en una intransigencia religiosa que la llevó a extremos tales, como ordenar que le sacaran los ojos a su hijo Constantino por ciertas sospechas de simpatía con los iconoclastas. Si las palabras de Alar eran repetidas en la Corte, su muerte sería segura. Sin embargo, el Ilirio cuidábase mucho, aun entre sus más íntimos amigos, de comentar estos asuntos, que constituían su principal preocupación. Su hermano, que sorteaba hábilmente todos los peligros, le consiguió, pasado el lapso de olvido en Bulgaria, el ascenso a la más alta posición militar del Imperio, el grado de Estratega, delegado personal y representante directo del Emperador en los Themas del Imperio. El nombramiento no encontró oposición alguna entre las facciones que luchaban por el poder. Unos y otros estaban seguros de que no contarían con el Ilirio para fines políticos y se consolaban pensando en que tampoco el adversario contaría con el favor del Estratega. Por su parte, los Basileus sabían que las armas del Imperio quedaban en manos fieles y que jamás se tornarían contra ellos, conociendo, como conocían, el desgano y desprendimiento del Ilirio hacia todo lo que fuera poder político o ambición personal.

Alar fue a Constantinopla para recibir la investidura de manos de los Emperadores. El Autocrátor le impuso los símbolos de su nuevo rango en la catedral de Santa Sofía y la Despoina le entregó el águila de los stratigoi, bendecida tres veces por el patriarca Miguel. Cuando el Emperador León tomó el juramento de obediencia al nuevo Estratega, sus ojos se llenaron de lágrimas. Muchos citaron después este detalle como premonitorio del fin tristísimo de Alar y del no menos trágico de León. La verdad era que el Emperador se había conmovido por la forma austera y casi monástica como su amigo de muchos años recibía la más alta muestra de confianza y la más amplia delegación de poder que pudiera recibir un ciudadano de Bizancio, después de la púrpura imperial.

Un gran banquete fue servido en el Palacio de Hiéria. Y el Estratega, sin mencionar ni agradecer al Augusto el honor inmenso que le dispensaba, entabló con León un largo y cordialísimo diálogo sobre algunos textos hallados por los monjes de la isla de Prinkipo y que eran atribuibles a Lucrecio. Irene interrumpió en más de una ocasión la animada charla, y en una de ellas sembró un temeroso silencio entre los presentes y fue memorable la respuesta del Estratega. «Estoy segura -apuntó la Despoina- que nuestro Estratega pensaba más en los textos del pagano Lucrecio que en el santo sacrificio que por la salvación de su alma celebraba nuestro patriarca». «En verdad, Augusta -contestó Alar- que me preocupaba mucho durante la Santa Misa el texto atribuido a Lucrecio, pero precisamente por la semejanza que hay en él con ciertos pasajes de nuestras sagradas escrituras. Sólo el Verbo, que da verdad eterna a las palabras, está ausente del latín. Por lo demás, bien pudiera atribuirse su texto a Daniel el profeta, o al apóstol Pablo en sus cartas». La respuesta de Alar tranquilizó a todos y desarmó a Irene que había hecho la pregunta en buena parte empujada por el Metropolitano Miguel. Pero el Estratega se dio cuenta de cómo su amiga había caído sin remedio en un fanatismo ciego que la llevaría a derramar mucha sangre, comenzando por la de su propia casa.

Y aquí termina la que pudiéramos llamar vida pública de Alar el Ilirio. Fue aquella la última vez que estuvo en Bizancio. Hasta su muerte permaneció en el Thema de Lycandos, en la frontera con Siria, y aún se conservan vestigios de su activa y eficaz administración. Levantó numerosas fortalezas para oponer una barrera militar a las invasiones musulmanas. Visitaba de continuo cada uno de estos puestos avanzados, por miserable que fuera y por perdido que estuviera en las áridas rocas o en las abrasadoras arenas del desierto.

Llevaba una vida sencilla de soldado, asistido por sus gentes de confianza, unos caballeros macedónicos, un anciano retórico dorio por el que sentía particular afección a pesar de que no fuera hombre de grandes dotes y de señalada cultura, un juglar provenzal que se le uniera cuando su visita a Sicilia y su guardia de fieles “kazhares” que sólo a él obedecían y que reclutara en Bulgaria. La elegancia de su atuendo fue cambiando hacia un simple traje militar al cual añadía, los días de revista, el águila bendita de los stratigoi. En su tienda de campaña le acompañaban siempre algunos libros, Horacio infaliblemente, la máscara funeral cretense, obsequio de su hermano, y una estatuilla de Hermes Trismegisto, recuerdo de una amiga maltesa, dueña de una casa de placer en Chipre. Sus íntimos se acostumbraron a sus largos silencios, a sus extrañas distracciones y a la severa melancolía que en las tardes se reflejaba en su rostro.

Era evidente el contraste de esta vida del Ilirio con la que llevaban los demás Estrategas del Imperio. Habitaban suntuosos palacios, haciéndose llamar “Espada de los Apóstoles”, “Guardián de la Divina Theotokos”, “Predilecto del Cristo”. Hacían vistosa ostentación de sus mandatos y vivían con lujo y derroche escandalosos, compartiendo con el Emperador esa hierática lejanía, ese arrogante boato que despertaba en los súbditos de las apartadas provincias, abandonadas al arbitrio de los Estrategas, una veneración y un respeto que tenía mucho de sumisión religiosa. Caso único en aquella época fue el de Alar el Ilirio, cuyo ejemplo siguieron después los sabios emperadores de la dinastía Comnena, con pingües resultados políticos. Alar vivía entre sus soldados. Escoltado únicamente por los “kazhares” y por el regimiento de caballeros macedónicos, recorría continuamente la frontera de su Thema que limitaba con los dominios del incansable y ávido Ahmid Kabil, reyezuelo sirio que se mantenía con el botín logrado en las incursiones a las aldeas del Imperio. A veces se aliaba con los turcos en contra de Bizancio y, otras, éstos lo abandonaban en neutral complicidad, para firmar tratados de paz con el Autocrátor.

El Estratega aparecía de improviso en los puestos fortificados y se quedaba allí semanas enteras, revisando la marcha de las construcciones y comprobando la moral de las tropas. Se alojaba en los mismos cuarteles, en donde le separaban una estrecha pieza enjalbegada. Argiros, su ordenanza, le tendía un lecho de pieles que se acostumbró a usar entre los búlgaros. Allí administraba justicia, discutía con arquitectos y constructores y tomaba cuentas a los jefes de la plaza. Tal como había llegado, partía sin decir hacia dónde iba. De su gusto por las ruinas y de su interés por las bellas artes le quedaban algunos vestigios que salían a relucir cuando se trataba de escoger el adorno de un puente, la decoración de la fachada de una fortaleza o de rescatar tesoros de la antigua Grecia que habían caído en poder de los musulmanes. Más de una vez prefirió rescatar el torso de una Venus mutilada o la cabeza de una medusa, a las reliquias de un santo patriarca de la Iglesia de Oriente. No se le conocieron amores o aventuras escandalosas, ni era afecto a las ruidosas bacanales gratas a los demás Estrategas. En los primeros tiempos de su mandato solía llevar consigo una joven esclava de Gales que le servía con silenciosa ternura y discreta devoción; y cuando la muchacha murió, en una emboscada en que cayera una parte de su convoy, el Ilirio no volvió a llevar mujeres consigo y se contentaba con pasar algunas noches, en los puertos de la costa, con muchachas de las tabernas con las que bromeaba y reía como cualquiera de sus soldados. Conservaba, sí, una solitaria e interior lejanía que despertaba en las jóvenes cierto indefinible temor.

En la gris rutina de esta vida castrense, se fue apagando el antiguo prestigio del Ilirio y su vida se fue llenando de grandes sombras a las cuales rara vez aludía, ni permitía que fuesen tema de conversación entre sus allegados. La Corte lo olvidó o poco menos. Murió el Basileus en circunstancias muy extrañas y pocas semanas después Irene se hacia proclamar en Santa Sofía “Gran Basileus y Autocrátor de los Romanos”. El Imperio entró de lleno en uno de sus habituales períodos de sordo fanatismo, de rabiosa histeria teológica, y los monjes todopoderosos impusieron el oscuro terror de sus intrigas que llevaban a las víctimas a los subterráneos de las Blanquernas, en donde les eran sacados los ojos, o al hipódromo, en donde las descuartizaban briosos caballos. Así era pagada la menor tibieza en el servicio del Cristo y de su Divina Hija, Estrella de la Mañana, la Divina Irene. Contra el Estratega nadie se atrevió a alzar la mano. Su prestigio en el ejército era muy sólido, su hermano había sido designado Protosebasta y Gran Maestro de las Escuelas, y la Augusta conocía la natural aversión del Ilirio a tomar partido y su escepticismo hacia los salvadores del Imperio, que por entonces surgían a cada instante.

Y fue entonces cuando apareció Ana la Cretense, y la vida de Alar cambió de nuevo por completo. Era ésta la joven heredera de una rica familia de comerciantes de Cerdeña, los Alesi, establecida desde hacía varias generaciones en Constantinopla. Gozaban de la confianza y el favor de la Emperatriz, a la que ayudaban a menudo con empréstitos considerables, respaldados con la recolección de los impuestos en los puertos bizantinos del Mediterráneo. La muchacha, junto con su hermano mayor, había caído en manos de los piratas berberiscos, cuando regresaban de Cerdeña en donde poseían vastas propiedades. Irene encomendó al Ilirio negociar el rescate de los Alesi con los delegados del Emir, quien amparaba la piratería y cobraba participación en los saqueos.

Pero antes de relatar el encuentro con Ana, es interesante saber cuál era el pensamiento, cuáles las certezas y dudas del Estratega, en el momento de conocer a la mujer que daría a sus últimos días una profunda y nueva felicidad y a su muerte una particular intención y sentido. Existe una carta de Alar a su hermano Andrónico, escrita cuatro días antes de recibir la caravana de los Alesi. Después de comentar algunas nuevas que sobre política exterior del Imperio le relatara su hermano, dice el Ilirio: «...y esto me lleva a confiar mi certeza en la fugacidad de ese peligroso compromiso de las mejores virtudes del hombre que es la política. Observa con cuánta razón nuestra Basilissa esgrime ahora argumentos para implantar un orden en Bizancio, razón que ella misma hace diez años hubiera rechazado como atentatoria de las leyes del Imperio y grave herejía. Y cuánta gente murió entretanto por pensar como ella piensa hoy. Cuántos ciegos y mutilados por haber hecho pública una fe que hoy es la del Estado. El hombre, en su miserable confusión, levanta con la mente complicadas arquitecturas y cree que aplicándolas con rigor conseguirá poner orden al tumultuoso y caótico latido de su sangre. Nos hemos agarrado las manos en nuestra misma trampa y nada podemos hacer, ni nadie nos pide que hagamos nada. Cualquier resolución que tomemos, irá siempre a perderse en el torrente de las aguas que vienen de sitios muy distantes y se reúnen en el gran desagüe de las alcantarillas para confundirse en la vasta extensión del océano. Podrás pensar que un amargo escepticismo me impide gozar del mundo que gratuitamente nos ha sido dado. No es así, hermano queridísimo. Una gran tranquilidad me visita y cada episodio de mi rutina de gobernante y soldado se me ofrece con una luz nueva y reveladora de insospechadas fuentes de vida. No busco detrás de cada cosa significados remotos o improbables. Trato más bien de rescatar de ella esa presencia que me da la razón de cada día. Como ya sé con certeza total que cualquier comunicación que intentes con el hombre es vana y por completo inútil, que sólo a través de los oscuros caminos de la sangre y de cierta armonía que pervive a todas las formas y dura sobre civilizaciones e imperios podemos salvarnos de la nada, vivo entonces sin engañarme y sin pretender que otros lo hagan por mí ni para mí. Mis soldados me obedecen, porque saben que tengo más experiencia que ellos en ese trato diario con la muerte que es la guerra; mis súbditos aceptan mis fallos, porque saben que no los inspira una ley escrita, sino lo que mi natural amor por ellos trata de entender. No tengo ambición alguna, y unos pocos libros, la compañía de los macedónicos, las sutilezas del Dorio, los cantos de Alcen el Provenzal y el tibio lecho de una hetaira del Líbano colman todas mis esperanzas y propósitos. No estoy en el camino de nadie ni nadie se atraviesa en el mío. Mato en la batalla sin piedad, pero sin furia. Mato porque quiero que dure lo más posible nuestro Imperio, antes de que los bárbaros lo inunden con su jerga destemplada y su rabioso profeta. Soy un griego, o un romano de oriente, como quieras, y sé que los bárbaros, así sean latinos, germanos o árabes, vengan de Kiev, de Lutecia, de Bagdad o de Roma, terminarán por borrar nuestro nombre y nuestra raza. Somos los últimos herederos de la Hellas inmortal, única que diera al hombre respuesta valedera a sus preguntas de bastardo. Creo en mi función de Estratega y la cumplo cabalmente, conociendo de antemano que no es mucho lo que se puede hacer, pero que el no hacerlo sería peor que morir. Hemos perdido el camino hace muchos siglos y nos hemos entregado al Cristo sediento de sangre, cuyo sacrificio pesa con injusticia sobre el corazón del hombre y lo hace suspicaz, infeliz y mentiroso. Hemos tapiado todas las salidas y nos engañamos como las fieras se engañan en la oscuridad de las jaulas del circo, creyendo que afuera les espera la selva que añoran dolorosamente. Lo que me cuentas del Embajador del Sacro Imperio Romano me parece ejemplo que ajusta a mis razones y debieras, como Logoteta que eres del Imperio, hacerle ver lo oscuro de sus propósitos y el error de sus ideas, pero esto sería tanto como...».

La caravana de los Alesi llegó al anochecer al puesto fortificado de Al Makhir, en donde paraba el Estratega en espera de los rehenes. El Ilirio se retiró temprano. Había hecho tres días de camino sin dormir. A la mañana siguiente, después de dar las órdenes para despachar la caballería turca que los había traído, dio audiencia a los rescatados ciudadanos de Bizancio. Entraron en silencio a la pequeña celda del Estratega y no salían de su asombro al ver al Protosebasta de Lycandos, a la Mano Armada del Cristo, al Hijo dilecto de la Augusta, viviendo como un simple oficial, sin tapetes, ni joyas, acompañado únicamente de unos cuantos libros. Tendido en su lecho de piel de oso, repasaba unas listas de cuentas cuando entraron los Alesi, eran cinco y los encabezaba un joven de aspecto serio y abstraído y una muchacha de unos veinte años con un velo sobre el rostro. Los tres restantes eran el médico de la familia, un administrador de la casa en Bari y un tío, higoumeno del Stoudion. Rindieron al Estratega los homenajes debidos a su jerarquía y éste los invitó a tomar asiento. Leyó la lista de los visitantes en voz alta y cada uno de ellos contestó con la fórmula de costumbre: «Griego por la gracia del Cristo y su sangre redentora, siervo de nuestra divina Augusta». La muchacha fue la última en responder y para hacerlo se quitó el velo de la cara. No reparó en ella Alar en el primer momento, y sólo le llamó la atención la reposada seriedad de su voz que no correspondía con su edad.

Les hizo algunas preguntas de cortesía, averiguó por el viaje y al higoumeno le habló largo rato sobre su amigo Andrés a quien aquél conocía superficialmente. A las preguntas que Alar hiciera a la muchacha, ella contestó con detalles que indicaban una clara inteligencia y un agudo sentido crítico. El Estratega se fue interesando en la charla y la audiencia se prolongó por varias horas. Siguiendo alguna observación del hermano sobre el esplendor de la Corte del Emir, la muchacha preguntó al Estratega: «Si has renunciado al lujo que impone tu cargo, debemos pensar que eres hombre de profunda religiosidad, pues llevas una vida al parecer monacal». Alar se la quedó mirando y las palabras de la pregunta se le escapaban a medida que le dominaba el asombro ante cierta secreta armonía, de sabor muy antiguo, que se descubría en los rasgos de la joven. Algo que estaba también en la máscara cretense, mezclado con cierta impresión de salud ultraterrena que da esa permanencia, a través de los siglos, de la interrelación de ojos y boca, nariz y frente y la plenitud de formas propias de ciertos pueblos del Levante. Una sonrisa de la muchacha le trajo de nuevo al presente y contestó: «Conviene más a mi carácter que a mis convicciones religiosas este género de vida. Por mi parte lamento no poder ofrecerles mejor alojamiento».

Y así fue como Alar conoció a Ana Alesi, a la que llamó después La Cretense y a quien amó hasta su último día y guardó a su lado durante los postreros años de su gobierno en Lycandos. El Estratega halló razones para ir demorando el viaje de los Alesi y, después, pretextando la inseguridad de las costas, dejó a Ana consigo y envió a los demás por tierra, viaje que hubiera resultado en extremo penoso para la joven.

Ana aceptó gustosa la medida, pues ya sentía hacia el Ilirio el amor y la profunda lealtad que le guardara toda la vida. Al llegar a Bizancio, el joven Alesi se quejó ante la Emperatriz por la conducta de Alar. Irene intervino a través de Andrónico para amonestar al Estratega y exigirle el regreso inmediato de Ana. Alar contestó a su hermano en una carta, que también figura en los archivos del Concilio y que nos da muchas luces sobre su historia y sobre las razones que lo unieron a Ana. Dice así:

«En relación con Ana deseo explicarte lo sucedido para que, tal como te lo cuento, se lo hagas saber a la Augusta. Tengo demasiada devoción y lealtad por ella para que, en medio de tanto conspirador y tanto traidor que la rodea, me distinga, precisamente a mí, con su injusto enojo.

»Ana es, hoy, todo lo que me ata al mundo. Si no fuera por ella, hace mucho tiempo que hubiera dejado mis huesos en cualquier emboscada nocturna. Tú lo sabes mejor que nadie y como nadie entiendes mis razones. Al principio, cuando apenas la conocía, en verdad pretexté ciertos motivos de seguridad para guardarla a mi lado. Después, se fue uniendo cada vez más a mi vida y hoy el mundo se sostiene para mí a través de su piel, de su aroma, de sus palabras, de su amable compañía en el lecho y de la forma como comprende, con clarividencia hermosísima, las verdades, las certezas que he ido conquistando en mi retiro del mundo y de sus sórdidas argucias cortesanas. Con ella he llegado a apresar, al fin, una verdad suficiente para vivir cada día. La verdad de su tibio cuerpo, la verdad de su voz velada y fiel, la verdad de sus grandes ojos asombrados y leales. Como esto es muy parecido al razonamiento de un adolescente enamorado, es probable que en la Corte no lo entiendan. Pero yo sé que la Augusta sabrá cuál es el particular sentido de mi conducta. Ella me conoce hace muchos años y en el fondo de su alma cristiana de hoy reposa, escondida, la aguda ateniense que fuera mi leal amiga y protectora.

»Como sé cuán deleznable y débil es todo intento humano de prolongar, contra todos y contra todo, una relación como la que me une a Ana, si la Despoina insiste en ordenar su regreso a Constantinopla no moveré un dedo para impedirlo. Pero allí habrá terminado para mí todo interés en seguir sirviendo a quien tan torpemente me lastima».

Andrónico comunicó a Irene la respuesta de su hermano. La Emperatriz se conmovió con las palabras del Ilirio y prometió olvidar el asunto. En efecto, dos años permaneció Ana al lado de Alar, recorriendo con él todos los puestos y ciudades de la frontera y descansando en el estío, en un escondido puerto de la costa en donde un amigo veneciano había obsequiado al Estratega una pequeña casa de recreo. Pero los Alesi no se daban por vencidos y con ocasión de un empréstito que negociaba Irene con algunos comerciantes genoveses, la casa respaldó la deuda con su firma y la Basilissa se vio obligada a intervenir en forma definitiva, si bien contra su voluntad, ordenando el regreso de Ana. La pareja recibió al mensajero de Irene y conferenciaron con él casi toda la noche. Al día siguiente, Ana la Cretense se embarcaba para Constantinopla y Alar volvía a la capital de su provincia. Quienes estaban presentes no pudieron menos de sorprenderse ante la serenidad con que se dijeron adiós. Todos conocían la profunda adhesión del Estratega a la muchacha y la forma como hacía depender de ella hasta el más mínimo acto de su vida. Sus íntimos amigos, empero, no se extrañaron de la tranquilidad del Ilirio, pues conocían muy bien su pensamiento. Sabían que un fatalismo lúcido, de raíces muy hondas, le hacía aparecer indiferente en los momentos más críticos.

Alar no volvió a mencionar el nombre de la Cretense. Guardaba consigo algunos objetos suyos y unas cartas que le escribiera cuando se ausentó para hacerse cargo del aprovisiona-miento y preparación militar de la flota anclada en Malta. Conservaba también un arete que olvidó la muchacha en el lecho, la primera vez que durmieron juntos en la fortaleza de San Esteban Damasceno.

Un día citó a sus oficiales a una audiencia. El Estratega les comunicó sus propósitos en las siguientes palabras:

«Ahmid Kabil ha reunido todas sus fuerzas y prepara una incursión sin precedentes contra nuestras provincias. Pero esta vez cuenta, si no con el apoyo, sí con la vigilante imparcialidad del Emir. Si penetramos por sorpresa en Siria y alcanzamos a Kabil en sus cuarteles, donde ahora prepara sus fuerzas, la victoria estará seguramente a nuestro favor. Pero una vez terminemos con él, el Emir seguramente violará su neutralidad y se echará sobre nosotros, sabiéndonos lejos de nuestros cuarteles e imposibilitados de recibir ninguna ayuda. Ahora bien, mi plan consiste en pedir refuerzos a Bizancio y traerlos aquí en sigilo para reforzar las ciudadelas de la frontera en donde quedarán la mitad de nuestras tropas.

»Cuando el Emir haya terminado con nosotros, sería loco pensar lo contrario, pues vamos a luchar cincuenta contra uno, se volverá sobre la frontera e irá a estrellarse con una resistencia mucho más poderosa de la que sospecha y entonces será él quien esté lejos de sus cuarteles y será copado por los nuestros.

»Habremos eliminado así dos peligrosos enemigos del Imperio con el sacrificio de algunos de nosotros. Contra el reglamento, no quiero esta vez designar los jefes y soldados que deban quedarse y los que quieran internarse conmigo. Escojan ustedes libremente y mañana, al alba, me comunican su decisión. Una cosa quiero que sepan con certeza: los que vayan conmigo para terminar con Kabil no tienen ninguna posibilidad de regresar vivos. El Emir espera cualquier descuido nuestro para atacarnos y ésta será para él una ocasión única que aprovechará sin cuartel. Los que se queden para unirse a los refuerzos que hemos pedido a nuestra Despoina formarán a la izquierda del patio de armas y los que hayan decidido acompañarme lo harán a la derecha. Es todo».

Se dice que era tal la adhesión que sus gentes tenían por Alar, que los oficiales optaron por sortear entre ellos el quedarse o partir con el Estratega, pues ninguno quería abandonarlo. A la mañana siguiente, Alar pasó revista a su ejército, arengó a los que se quedaban para defender la frontera del Imperio y sus palabras fueron recibidas con lágrimas por muchos de ellos. A quienes se le unieron para internarse en el desierto, les ordenó congregar las tropas en un lugar de la Siria Mardaita. Dos semanas después, se reunieron allí cerca de cuarenta mil soldados que, al mando personal del Ilirio, penetraron en las áridas montañas de Asia Menor.

La campaña de Alar está descrita con escrupuloso detalle en las «Relaciones Militares» de Alejo Comneno, documento inapreciable para conocer la vida militar de aquella época y penetrar en las causas que hicieron posible, siglos más tarde, la destrucción del Imperio por los turcos. Alar no se había equivocado. Una vez derrotado el escurridizo Ahmid Kabil, con muy pocas bajas en las filas griegas, regresó hacia su Thema a marchas forzadas. En la mitad del camino su columna fue sorprendida por una avalancha de jenízaros e infantería turca que se le pegó a los talones sin soltar la presa. Había dividido sus tropas en tres grupos que avanzaban en abanico hacia lugares diferentes del territorio bizantino, con el fin de impedir la total aniquilación del ejército que había penetrado en Siria. Los turcos cayeron en la trampa y se aferraron a la columna de la extrema izquierda comandada por el Estratega, creyendo que se trataba del grueso del ejército. Acosado día y noche por crecientes masas de musulmanes, Alar ordenó detenerse en el oasis de Kazheb y allí hacer frente al enemigo. Formaron en cuadro, según la tradición bizantina, y comenzó el asedio por parte de los turcos. Mientras las otras dos columnas volvían intactas al Imperio e iban a unirse a los defensores de los puestos avanzados, las gentes de Alar iban siendo copadas por las flechas musulmanas. Al cuarto día de sitio, Alar resolvió intentar una salida nocturna y por la mañana atacar a los sitiadores desde la retaguardia. Había la posibilidad de ahuyentarlos, haciéndoles creer que se trataba de refuerzos enviados de Lycandos. Reunió a los macedónicos y a dos regimientos de búlgaros y les propuso la salida. Todos aceptaron serenamente y a medianoche se escurrieron por las frescas arenas que se extendían hasta el horizonte. Sin alertar a los turcos, cruzaron sus líneas y fueron a esconderse en una hondonada en espera del alba. Por desgracia para los griegos, a la mañana siguiente todo el grueso de las tropas del Emir llegaba al lugar del combate. Al primer claror de la mañana una lluvia de flechas les anunció su fin. Una vasta marea de infantes y jenízaros se extendía por todas partes rodeando la hondonada. No tenían siquiera la posibilidad de luchar cuerpo a cuerpo con los turcos; tal era la barrera impenetrable que formaban las flechas disparadas por éstos. Los macedónicos atacaron enloquecidos y fueron aniquilados en pocos minutos por las cimitarras de los jenízaros. Unos cuantos húngaros y la guardia personal del Estratega rodearon a Alar que miraba impasible la carnicería.

La primera flecha le atravesó la espalda y le salió por el pecho a la altura de las últimas costillas. Antes de perder por completo sus fuerzas, apuntó a un mahdi que desde su caballo se divertía en matar búlgaros con su arco y le lanzó la espada pasándolo de parte a parte. Un segundo flechazo le atravesó la garganta. Comenzó a perder sangre rápidamente, y envolviéndose en su capa se dejó caer al suelo con una vaga sonrisa en el rostro. Los fanáticos búlgaros cantaban himnos religiosos y salmos de alabanza a Cristo, con esa fe ciega y ferviente de los recién convertidos. Por entre las monótonas voces de los mártires comenzó a llegarle la muerte al Estratega.

Una gozosa confirmación de sus razones le vino de repente. En verdad, con el nacimiento caemos en una trampa sin salida. Todo esfuerzo de la razón, la especiosa red de las religiones, la débil y perecedera fe del hombre en potencias que le son ajenas o que él inventa al torpe avance de la historia, las convicciones políticas, los sistemas de griegos y romanos para conducir el Estado, todo le pareció un necio juego de niños. Y ante el vacío que avanzaba hacia él a medida que su sangre se escapaba, buscó una razón para haber vivido, algo que le hiciera valedera la serena aceptación de su nada, y de pronto, como un golpe de sangre más que le subiera, el recuerdo de Ana la Cretense le fue llenando de sentido toda la historia de su vida sobre la tierra. El delicado tejido azul de las venas en sus blancos pechos, un abrirse de las pupilas con asombro y ternura, un suave ceñirse a su piel para velar su sueño, las dos respiraciones jadeando entre tantas noches, como un mar palpitando eternamente; sus manos seguras, blancas, sus dedos firmes y sus uñas en forma de almendra, su manera de escucharle, su andar, el recuerdo de cada palabra suya, se alzaron para decirle al Estratega que su vida no había sido en vano y que nada podemos pedir, a no ser la secreta armonía que nos une pasajeramente con ese gran misterio de los otros seres y nos permite andar acompañados una parte del camino. La armonía perdurable de un cuerpo y, a través de ella, el solitario grito de otro ser que ha buscado comunicarse con quien ama y lo ha logrado, así sea imperfecta y vagamente, le bastaron para entrar en la muerte con una gran dicha que se confundía con la sangre manando a borbotones. Un último flechazo lo clavó en la tierra atravesándole el corazón. Para entonces, ya era presa de esa desordenada alegría, tan esquiva, de quien se sabe dueño del ilusorio vacío de la muerte.

FIN
 
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